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DEL CONGRESO A LA AV. CORRIENTES, SANDRO

Una nota infrecuente sobre el ídolo popular generada por la representación teatral de su vida por parte de quien logra una semejanza física muy llamativa, un relato en distintos tiempos con Sandro y su imitador.  

Por Armando Vidal

Porque fue su destino o porque su vida no tuvo adentro lo que exhibía afuera, hace dos años y varios meses se cortó la canción del único ídolo popular que alcanzó la cima a través del corazón de las mujeres y, por ellas, después, también de los hombres. Reservada y agitada, su vida gravitó sobre la  vida de tantos que lo quisieron y siguieron hasta el final. 

Por eso, una noche de lluvia y lágrimas, sus restos fueron velados en el Congreso de la Nación en medio de una impresionante movilización popular.

Tenía un nombre tan común como el suburbio en el que nació –Roberto Sánchez, Valentín Alsina- pero por su madre, su gran amor, se llamó para siempre Sandro.

Primero fue fuego como la música que interpretaba; después, progresivamente, el cancionista que colmó de sueños a novias que fueron madres y a madres que fueron novias como sus hijas, bajo la mirada resignada de novios y maridos a lo largo de medio siglo.

El 4 de enero de 2010, Sánchez y el artista se liberaron de compartir el mismo cuerpo, y cada alma siguió su camino.

Fue un día de dolor para multitudes y una noche además de silencio en el Congreso, que abrió sus puertas para la despedida final.

Un hombre, con un libro que ya no recuerda, se quedó en el café de la esquina, mientras su mujer, su novia desde hacía como cuarenta años, formaba cola a tres cuadras del Palacio Legislativo, bajo la lluvia, acompañada por el más chico de los hijos de ambos.

En la Cámara de Diputados, cerca del gran cuadro de Juan Manuel Alice, en el que Julio A. Roca habla ante la Asamblea Legislativa en 1880, con la cabeza partida por el piedrazo que le acababa de acertar un anarquista, o sea en el extremo contrario de la entrada al Salón de los Pasos Perdidos, estaba el cajón abierto con la estrella en reposo. Y a lo largo del rápido paso de la gente, montañas de rosas rojas.

Al lado de ese salón, estaba oscuro y cerrado el Salón Azul del Senado, el de la gran araña, donde un par de años antes le habían tributado a Sandro un acto de reconocimiento que lo conmovió hasta hacerle más difícil su desesperación por respirar.

Salvo en alguna ocasión, Sandro no fue recuerdo para ese hombre del café y del libro olvidado hasta que, tiempo después, llevado por su mujer como tantas veces, lo encontró como de sorpresa en el teatro Premier de la Av. Corrientes.

Lo encontró hecho cuerpo y voz por un pibe llamado Fernando Samartín, nacido en 1984 en Avellaneda, ahí nomás de Valentín Alsina.

No solo la voz, registro y color, tenía ese pibe sino también el porte, movimientos y gestos de Sandro y hasta casi la cara cuyos rasgos recuerdan a aquel muchacho que se movía mejor que Elvis porque encarnaba la incipiente y libertaria década de los sesenta.

A esa cara, no la del Premier, sino la de Roberto Sánchez, aquel hombre del café que ahora está en la platea, recuerda que una tarde le dijo de frente a Sandro, que de golpe apareció de atrás de un cortinado, que no lo contrataba.

Fue en 1964, en una oficina de la calle Reconquista o 25 de Mayo –mostrador por medio cuando hablaba con un señor que oficiaba de representante-, un lugar al que alguien lo había enviado.

Había llegado con José María Garbuglio, su amigo de toda la vida, con quien, junto con Fredi Rondinoni, el disk jockey de los mil long play, organizaba bailes en el club 12 de Octubre de Quilmes, entonces presidido por Omar Andrañez, Clavelito, que a esos muchachos dejaba hacer lo que querían.

Y lo que querían hacer, con la incorporación de un número vivo, era algo así como la versión quilmeña de lo que veían en Mi Club, el gran baile de Banfield, que por entonces no era más que una coqueta casa tipo chalecito, buena música (una cortina inolvidable con los últimos tres temas) lindas chicas y no muchas mamás.

Por eso mientras canta, salta y se contornea el doble de Sandro, el hombre recuerda que le dijo que no al auténtico Sandro y los de Fuego, que ni gesto hizo.

Y que, en cambio, con José María optaron por un caradeangel con guitarra, rulos y anteojitos, recomendado por el mismo señor del mostrador marcándolo con el dedo en una voluminosa carpeta con antecedentes y fotos de los artistas. El elegido era un tal Piero.

Sandro que comprendió y disimuló la desconsideración no es el que sigue moviéndose ahora a todo ritmo en la apertura de esa noche mágica en el Premier, primer capítulo de Por amor a Sandro, el musical de América.

Simplemente se le parece mucho y motiva, sin saberlo, la rememoración del hombre en la platea que lo mezcla con el otro.

Urdió y contó la historia, Daniel Dátola, escritor y periodista que con habilidad resume en un trazo la esencia de una vida, que no es la del astro, sino la de una fan, que ama a Antonio, su marido, pero idolatra a Sandro, cuyo protagonismo es, a la vez, la esencia de toda la obra.

Así, Sandro crece y se transforma con el paso de los años, lo mismo que habrá tenido que crecer el intérprete al abrevar en fuentes muy cercanas a la estrella.

A modo de ejemplo del Sandro real vaya esta referencia de una fuente calificada. Es sobre esa estrella necesitada de compartir en su limusina estacionada en la Av. Caseros una botella del mejor whisky del mundo, más muchos cigarrillos, después de una función en el Gran Rex y sólo para hablar de arreglos y detalles de la función siguiente con uno de sus grandes amigos e integrante de su elenco.

Nada de la vida de Sandro, ni la fatal adicción que lo condenaría, se menciona o alude en la obra, que hace del sobreentendido un arte en sí mismo, ni tampoco se nombra a esos amigos ni siquiera al fiel que lo acompañó hasta el final.

Natalia Cociuffo, como Alicia, la fan y Christian Giménez, como Antonio, novio y marido, más un elenco de notorios bailarines y cantantes (Leandro Basano, Leo Bosio, Mariano Botindari, María Laura Cattalini, Mary Fernández, Jimena González, Diego Hodara, Mariela Passeri, Carlos Banega, Julián Pucheta, Emamanuel Robredo Ortiz, Federico Román Ross, Deborah Turza, Fernanda Vallejo Córdoba y Agustina Vera), todo bajo la dirección general de Ariel Del Mastro, un gran plantel de técnicos y asistentes, con la producción general de Héctor Cavallero, brindan un espectáculo tan sorprendente como inesperado.

Sandro se lo merecía.

A Oscar Anderle le hubiera gustado y el querido Tano Pagliaro no hubiera encontrado motivo de protesta.

Del Puma no se sabe; dicen que anda solo, por ahí, sin atreverse entrar al Premier (*).

(*) Del Puma no se sabía en aquellos días pero como el tiempo pone las cosas en su lugar ahora sí se sabe que vio el espectáculo en dos ocasiones, en tanto que el Bebe Mauro, aludido en el texto como ese amigo que estuvo hasta el final cerca de Sandro -su baterista y también su segunda voz-, estuvo en tres ocasiones. Y que ambos se emocionaron  hasta las lágrimas. La fuente es irreprochable: Julián Mandriotti, el Puma.