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1979, CINCO MINUTOS, UN SIGLO PARA BOLIVIA

Esta mirada sobre la plaza principal de La Paz, al cumplirse la hora del centenario en que a Bolivia le arrebataron el mar en la Guerra del Pacífico, es desde el balcón del Palacio Quemado. Juramento y dolor (*).

Por Armando Vidal

La Paz, 14 (Enviado especial) – Cinco minutos que fueron un siglo. Cinco minutos de inactividad y también de silencio por el enclaustramiento. Un paro que fue a escala nacional y único en la historia de la República de Bolivia acatado sin diferencias.

El campesinado indígena se irguió sobre los surcos. El pico se contuvo en las minas y los socavones dejaron de chirriar.

Los cultores de la arena y el cemento fueron parte inactiva de los andamios.

Las doce. Ya no importó la mercancía en los comercios y los vendedores ambulantes cesaron su vocinglería.

Más callada que nunca permaneció esa raza descendiente de quechuas y aymaras. Toda La Paz se llenó de estatuas palpitantes.

En la esquina de Socavaya y Plaza Murillo, rodeado de la plana mayor de las fuerzas armadas, el general David Padilla contemplaba absorto a la muchedumbre.

En ese instante una débil columna de humo se fundía en la mañana grisácea. El presidente miraba cómo desde un brazo en alto descendía un palo chamuscado en la punta. Ya no estaba la bandera chilena que instantes antes había aparecido en medio de tantos rostros, pues el fuego la había borrado.

Padilla no hizo ningún gesto cuando con los insistentes “mueras” al país vecino, las llamas le añadían un color más rojo a la enseña.

El presidente seguía inmóvil.

Se diría que tampoco pestañaba.

El edificio de la Legislatura se enorgullecía de exhibir el reloj más mirado del país.

Las doce y cinco.

Estallaron casi al instante los “Viva Bolivia” y los “Muera Chile”. En poco más la banda del regimiento Colorados, la guardia presidencial, dio paso al himno nacional, cuyos sones finales, muy parecidos a la canción patria argentina, mantuvieron en vilo el manto emocional que abrigaba a los bolivianos.

El presidente y la comitiva iniciaron el corto camino a la catedral.

La banda, ahora, repetía la marcha “Al mar”, ese dibujo musical que invita a imaginar un barco metiéndose en el Pacífico con la tricolor al tope.

Se iniciaba la desconcentración. Terminaba en todo el país este grito callado. Un grito de rebeldía, pero más de impotencia.

Habían pasado los cinco minutos de protesta por la mutilación y el encierro geográfico que trajo la Guerra del Pacífico.

Un siglo.

Cinco minutos.

Título: Un siglo en cinco minutos.

Referencias: La nota acompaña una crónica central, ilustrada con una fotografía de un acto en la Plaza San Martín, de Buenos Aires, de residentes bolivianos en la Argentina, encabezados por el encargado de negocios a cargo de la embajada en nuestro país, Agustín Saavedra Wise, una de cuyas banderas dice “Volveremos al Pacífico”.

Un recuadro completa la edición de esa página (37) de la sección Internacionales de Clarín, donde en tiempos de dictadura trabajaba el ahora editor de Congreso Abierto. Su título decía: “Augusto Pinochet, en Antofagasta”. Era un cable de Efe, la agencia española de noticias, fechado en ese lugar que fue boliviano. Sus dos primeros párrafos dicen todo: “El presidente Augusto Pinochet renovó hoy aquí la “vocación pacífica de Chile al conmemorar el centenario de esta ciudad al territorio nacional. Pinochet dijo que “consecuentes con nuestra vocación, no queremos que se utilice este hecho para reavivar diferencias que olvidamos para siempre”.

Título central y bajada de esa mencionada página 37: El pueblo boliviano juró que no renunciará a volver al Pacífico/ Cinco millones de bolivianos juraron ayer su inquebrantable decisión de recuperar su salida al mar, perdida en una guerra con Chile, iniciada hace exactamente un siglo. El presidente Padilla tomó el juramento en una inédita jornada de unidad nacional, que tuvo exteriorizaciones antichilenas. Reclamo boliviano en la OEA para la restitución de territorios. Pinochet en Antofagasta.

(*) Invitación especial para el periodista de Clarín y también para Carlos Otero, el enviado de La Nación, un estimado colega, ya fallecido.

 Fuente: Clarín, 15/2/79.