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FUGA, MASACRE, 50 AÑOS
El 22 de agosto de 1972 se produjo en la base Almirante Zar de Trelew la matanza a quemarropa de 16 de los presos - tres heridos se salvaron- fugados una semana antes del penal de Rawson. Puede verse como el nacimiento del terrorismo de Estado si el bombardeo de la Marina y la Aeronáutica contra su propio pueblo, el 16 de junio de 1955, no lo es.
Por Armando Vidal
El 16 de agosto no llamará Pepe Castro para saludarnos como un día de cumpleaños por habernos salvado hace cincuenta años en Rawson, capital de Chubut, de las balas de la policía y de la cárcel contra el auto de los periodistas, de las que Horacio Finoli, entonces en la agencia Associate Press, lleva clavado un pedazo clavado en la cintura.
Fuga de guerrilleros, un guardiacárcel muerto, primero escapan seis en un auto, después diecinueve. Anochecer y noche interminable del martes 15, movilizaciones de fuerzas de seguridad, presencia del titular del V Cuerpo de Ejército, general Ignacio Betti, tensión y nervios en la gente ante hechos nunca vistos.
Pepe, el propietario y dueño de la radio LU17 Puerto Madryn, el conductor del Ford Farline que nos llevó hasta la cárcel aquella mañana de sol, falleció el 21 de diciembre último, a los 80 años, víctima de una enfermedad que enfrentó con la misma valentía de todos sus actos.
Seguramente hubiera compartido lo que dijo Martín Gustavo Fiorenza, director nacional del Programa Verdad y Justicia : “Trelew fue la piedra basal de lo que fue el terrorismo de Estado". (Ver nota: La causa y sus enfoques).
Infrecuente perfil y más en estos tiempos el de Pepe porque fue un periodista de calle, de manejar como un corredor por las interminables rutas patagónicas, de noches y amaneceres, de aventura como en aquel viaje compartido que hicimos a Chile en 1971 y además, un ícono de la radiofonía AM en la provincia y el país, demostrado en cargos como vicepresidente durante años de la Asociación de Radiodifusoras Privadas Argentinas (ARPA), como presidente de la Cámara de Industria, Comercio, Producción y Turismo local, como presidente de la Federación Empresaria Chubutense y también presidente de la Confederación Empresaria de la Patagonia.
Y a ello y ante ello el papel que le cupo en el seguimiento desde un primer momento de largo capítulo de la fuga y la masacre. En todo estuvo, incluyendo su condición de protagonista y testigo en el juicio a los genocidas en 2012, que los juzgó y condenó.
Se habían fugado veinticinco guerrilleros en dos tandas, en el anochecer del día anterior, el martes 15, de la cárcel de Rawson. Un operativo planificado, con errores de ejecución, pero logrado al fin, para que salieran seis jefes de organizaciones armadas, que llegaron vestidos con uniformes militares al aeropuerto de Trelew y a punto de pistola subieran al avión de Austral, que venía de Comodoro Rivadavia con destino a Buenos Aires y lo desviaron hacia Chile, regalo inesperado para el gobierno de Salvador Allende.
Esos guerrilleros eran: Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Mena (ERP), Fernando Vaca Narvaja (Montoneros) y Marcos Osatinsky y Roberto Quieto (FAR).
En ese vuelo también venían desde Comodoro dos falsos militares uniformados que eran parte de la acción.
Esa es la primera parte de la historia.
La segunda parte provino de la puerta abierta de la cárcel, aprovechada para quisieran huir. Agustín Tosco, uno de los presos más representativos del mundo gremial, agradeció la invitación de sumarse a la estampida, les deseó suerte pero se quedó, sujeto a sus propias convicciones de un luchador sin armas.
Diecinueve presos más que huyeron…¡en taxi!, llamados desde la cárcel porque era habitual que hicieeran los familiares después de sus visitas. Tres taxis para superar veinte kilómetros, ventitrés personas, incluyendo los conductores y, encima, pasando ante la puerta de la comisaria.
Entre ellos, Ana Villarreal, la mujer de Santucho, embarazada y Mariano Pujadas, el joven estudiante de medicina, cordobés, cuya presencia, educación y lenguaje se destacarían en las negociaciones filmadas cuando todos quedaron a merced de las fuerzas de la Armada porque el avión de Aerolíneas Argentinas, que pensaban desviar, advertido desde el control de mando, no aterrizó en Trelew.
Desde los taxis varios de sus apiñados pasajeros pudieron ver al avión de Austral secuestrado cuando correteaba hacia la cordillera.
Les esperaba llegar al aeropuerto, tomarlo con sus armas, esperar que aterrice el avión de Aerolíneas que siguió de largo y finalmente negociar la rendición con la participación del juez federal Alejandro A. Godoy y el capitán Luis Sosa, jefe de las tropas de la Marina que rodeaban el lugar.
El acuerdo, logrado luego de varias horas recargadas de nervios, fue deponer las armas y volver al penal de Rawson. Ese fue el pacto que el capitán Sosa violó porque los llevó a la base Almirante Zar, ante cuyas puertas tuvieron que bajar los testigos del acuerdo, entre ellos el periodista Pepe Castro y el propio juez federal de la causa.
El hecho se inserta en el tramo final de la llamada Revolución Argentina, que había derrocado al gobierno radical de Arturo Illia, en 1966 y, en 1972, el general Alejandro Agustín Lanusse, presidente, elaboraba una salida democrática para lo cual último exponente de esa dictadura promovió lo que se llamó el Gran Acuerdo Nacional, para lo cual llevó al radical y ex presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Arturo Mor Roig, como ministro del Interior y a Jorge Vanossi, como segundo para que preparar una reforma constitucional, que se hizo naturalmente por decreto, mientras negociaba con Juan Domingo Perón, exiliado en España. Una reforma con final establecido en ella misma: 1981.
Ese el contexto de la fuga que, una vez más, puso a la vista el extraño significado que tiene para la Marina nuestra tierra, regada por ella con sangre argentina.
Pepe era el conductor de ese Ford Fairlane que nos llevó a la cárcel para que el fotógrafo de la agencia Manuel Martínez, que acompañaba a Finoli, enviara imágenes a Buenos Aires de esa construcción de paredes no muy altas y larga extensión con casetas y guardianes. Lo acompañaba a Pepe, el entonces subdirector del diario Chubut, Alfredo Samín y, atrás, los tres restantes, con quien firma esta nota, en el medio.
Los asesinados ese 22 de agosto fueron: Alejandro Ulla (PRT-ERP), Alfredo Kohan (FAR), Ana María Villarreal de Santucho (PRT-ERP), Carlos Alberto del Rey (PRT-ERP), Carlos Astudillo (FAR), Clarisa Lea Place (PRT-ERP), Eduardo Capello (PRT-ERP), Humberto Suárez (PRT-ERP), Humberto Toschi (PRT-ERP), José Ricardo Mena (PRT-ERP), María Angélica Sabelli (FAR), Mariano Pujadas (Montoneros), Mario Emilio Delfino (PRT-ERP), Miguel Ángel Polti (PRT-ERP), Rubén Pedro Bonnet (PRT-ERP) y Susana Lesgart (Montoneros).
Los que fueron heridos y se salvaron del remate final dieron testimonio de los hechos acerca de cómo irrumpieron en la madrugada en el largo pasillo donde estaban las celdas una al lado de la otra y los iban matando con armas pesadas, tarea que no culminaron por la alarma general que causaron en la base entre el resto del personal, ajenos a los hechos, incluyendo al propio jefe de la base.
No fueron ultimados por lo tanto los tres del extremo contrario por donde ingresaron los genocidas: Alberto Miguel Camps (FAR), asesinado en la dictadura de Jorge R. Videla, en 1977; María Antonia Berger (FAR), desaparecida en 1979, y Ricardo René Haidar (Montoneros), también desaparecido en 1982.
Todos los que mataron a mansalva fueron juzgados y condenados a prisión perpetua, comenzando por el capitán Sosa, quien durante muchos años pudo eludir a la justicia. También, Emilio del Real y Carlos Marandino. No fue juzgado Roberto Bravo, el asesino que resta porque la Marina, en 1973, lo envió como agregado militar en los Estados Unidos, de donde nunca volvió que se sepa.
Retirado de la Armada en 1979, adoptó la ciudadanía norteamericana, se dedicó a la venta de armas y a otros negocios afines hasta que lo alcanzó, ahora, a los cincuenta años de los hechos, el fallo de un juicio planteado por algunos familiares de las víctimas (Eduardo Capello, Rubén Bonet y Ana María Villarreal de Santucho, más el intento de ejecución de Alberto Camps) que tras varias sesiones entre acusaciones y defensas en torno de lo sucedido aquella noche del 22 de agosto lo condenó a pagar 24 millones de dólares.
Eso abrió paso a un nuevo pedido de extradición, rechazado en 2010 pero ahora con mayor razón en base a este fallo firme de un tribunal de Miami.
El titular de la base, en cambio, capitán Rubén Paccagnini, fue declarado inocente en el juicio por haber sido ajeno por completo a lo sucedido. Ajeno a la trama y a su súbita implosión de ira de los causantes en el comedor de la base porque estaba en su casa en la misma dependencia pero lejos del lugar de los hechos.
En el juicio también declaró el periodista que firma esta nota. Fue desde una dependencia judicial en Buenos Aires por vía entonces de pantalla y audio, en 2012, el mismo día que lo hacía el capitán Rubén Paccagnini, celosamente cuidado por fuerzas policiales y con quien nos cruzamos en el camino al baño.
Parecía cansado, caminaba con la camisa gacha, vestía un traje marrón claro, más bien bajo. Se parecía a Juan Carlos Pugliese, el gran presidente de la Cámara de Diputados de la Nación.
Eso sí: Pugliese caminaba erguido, miraba a los ojos y nada de lo que pasó en la Cámara bajo su dirección le fue ajeno.
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