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¿COMO PUDO OCURRIR ESA LOCURA DE MUERTE ?

El juicio al suspendido juez Baltasar Garzón por  querer investigar los crímenes en la guerra civil española y en el franquismo se transformó en la puerta abierta hacia un capítulo que para superar hay que conocer, como sostiene este gran pensador hispano.

Por Julián Marías (*)

A mediados de julio de 1936, se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939, cuyo espíritu y consecuencias habían de prolongarse durante muchos años más.

Este es el gran suceso dramático de la historia de España en el siglo XX, cuya gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está enteramente liquidado.

Hay que añadir que apasionó al mundo como ningún otro acontecimiento comparable. La bibliografía sobre la guerra civil española es sólo un indicio de la conmoción que causó en Europa y América.

Este apasionamiento y la perduración de sus consecuencias interiores y exteriores, ha perturbado su comprensión: el partidismo, directo o en forma de simpatía o antipatía –el “tomar partido” desde fuera-, ha desfigurado constantemente la realidad de la guerra y su desarrollo.

Últimamente se va abriendo camino una investigación más documentada y veraz y empiezan a aclarase muchas cosas: nos vamos aproximando a saber qué pasó.

Pero para mí persiste una interrogante que me atormentó desde el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién cumplidos los veintidós años: ¿Cómo pudo ocurrir? (…)

Alguna vez he recordado que mi primer comentario, cuando vi que se trataba de una guerra civil y no otra cosa -golpe de Estado, pronunciamiento, insurrección, etc.-, fue éste: “¡ Señor, qué exageración!”.

Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que nadie podía esperar.

En otra palabras, una anormalidad social, que habría que resultar de una anormalidad histórica.

De ahí mi hostilidad primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los beligerantes. Y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había estimulado y provocado, el que tal vez en el fondo, la había deseado.

Y por supuesto mi repulsa iba, dentro de cada bando, a aquella fracciones que habían contribuido más a que se llegase a la guerra, a las que eran sus principales promotoras, a las que la aprovecharon y mantuvieron –en la victoria o en la derrota- su continuación en una u otra forma.

La única manera de que la guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente entendida, que se vea cómo y por qué llegó a producirse, que se tenga clara conciencia del proceso por el cual se produjo esa anormalidad social que desvió nuestra trayectoria histórica.

Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo; únicamente esa claridad, difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para el futuro aquella atroz dolencia que sacudió el cuerpo social de España.

* Voluntad de no convivir

Habría que preguntarse desde cuando empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical discordia que condujo a la guerra. Y entendiendo por discordia no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del “otro” como inaceptable, intolerable, insoportable.

Creo que el primer germen surgió con el lamentable episodio de la quema de los conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes.

Turbio suceso cuyos orígenes nunca se han aclarado, sin duda extremadamente minoritario y que en modo alguna refleja un estado de opinión, pero la reacción del gobierno fue absolutamente inadecuada, hecha de inhibición, temor y respeto a lo despreciable –clave de tantas conductas sucias en la historia-, y, por su parte, un núcleo de una muy vaga “derecha”, que ya no era monárquica y todavía no era fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella.

Es evidente que los gobiernos republicanos –y no digamos los partidos- cometieron muchos errores pero aunque la única falta del nuevo régimen hubiese sido el 11 de mayo, una porción considerable del país no lo hubiese perdonado nunca, le habría negado sistemáticamente el pan y la sal, sin otra esperanza que su destrucción.

 “Cuando peor, mejor” fue la consigna que se acuñó por entonces, y que no valdría la pena datar con precisión.

Del otro lado, empieza a producirse desde muy pronto un fenómeno de “antipatía” que sustituye rápidamente a la euforia inicial de la República; se inicia una actitud negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del “otro”, arbitrariamente unificado por la enemistad.

Esta operación –primariamente mental y verbal- se realiza desde dos puntos de vista que se irán haciendo convergentes: el clasismo y el anticlericalismo.

Sobre este último hay que decir una palabra. El Diccionario de la Lengua Española define la voz “anticlerical”: “Contrario al clericalismo”; pero en el suplemento a la edición de 1970 se añade una segunda acepción: “Contrario al clero”.

El primer anticlericalismo puede ser muy justificado, y lo han sentido innumerables católicos; el segundo es otra cosa, de más difícil justificación, y desempeñó un papel decisivo en la política de la época republicana.

Grupos políticos bastante grandes se dedican muy especialmente a irritar a una considerable porción del país, a producirle incomodidad, a enajenarla y excluirla lo más posible de la empresa colectiva que hubiera debido ser abarcadora y sin exclusiones. Con todo, nada de esto era todavía discordia.

El levantamiento del 10 de agosto de 1932 contra la República fue un asunto de pequeños descontentos y sin respaldo en el país; las insurrecciones anarcosindicalistas del año siguiente también eran fenómenos minoritarios y locales.

Todo ello provocaba una repulsa más o menso enérgica en el torso de la nación, y por eso tenía escasa gravedad.

A mi juicio, lo más peligroso fue el ingreso sucesivo de las porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición automática (…).

(*) Filósofo español católico (1914/2005), discípulo de José Ortega y Gasset, autor de varios libros y de estrecha relación con la Argentina.

Título: ¿Cómo pudo ocurrir?

Fuente: La Guerra Civil Española, Ed. Urbión/Hyspamérica Ediciones S.A, fascículo Nº 92, Pag. 352 y ss.