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CAMPORA, EL PRESIDENTE QUE NO FUE

El autor, un periodista que pasó a la política clandestina primero porque perteneció a la organización Montoneros y cuatro décadas después a la convencional porque fue diputado nacional filokirchnerista al principio y opositor al final (2003/2011), describe aquí las horas previas al golpe militar de 1976 contadas con Héctor J. Cámpora como protagonista. Un tramo de su recomendable libro "El presidente que no fue".

Por Miguel Bonasso (*)

La mañana del martes 23 de marzo Héctor Cámpora se despertó en su austero dormitorio de San Andrés de Giles, mirando sin ver el viejo armario de luna coronado por dos cajas de sombreros que Nené había dejado arrumbadas, como malos recuerdos del último viaje a España.

Afuera, en la fría sala, se oía bostezar a uno de los custodios, de los suyos de siempre, y no de los que le había puesto -para vigilarlo- "su amigo", el ministro del Interior.

Había dormido profundamente, suprimiendo arenas movedizas de la conciencia, pero a medida que íba reconociendo el mundo, volvían los temores del día anterior.

"Una Argentina inerme ante la matanza." Y más abajo: "Al cabo de una jornada en la que cundieron las versiones de un inminente golpe militar: La Pressidente reunión al gabinete en su despacho".

Al dar vuelta de páginas de La Opinión aumentaba su desasosiego y la convicción dé que Timerman, como siempre, está jugado al golpe.

Las principales páginas de la sección política llevaban una elocuente cornisa: "La agonía del régimen"; las de policiales: "La escalada subversiva"; las de economía: "La crisis económica".

Un viejo enemigo del peronismo, el ex capitán de navío Francisco Manrique, sostenía que un "gobierno muerto está siendo desalojado".

El partido Nueva Fuerza, que pertenecía al ingeniero Alvaro Alsogaray, profetizaba que los dirigentes políticos, sindicales y empresariales vinculados al peronismo serían "barridos".

El clásico boletín antisubversivo registraba diez muertes violentas en la jornada, omitiendo destacar que la inmensa mayoría de las víctimas habían sido asesinadas por grupos paramilitares como el "Comando Libertadores de América", una estructura clandestina del Ejército que había reemplazado a la muy devaluada Triple A de López Rega.

Sin incómodos desgloses, La Opinión registraba "un muerto cada cinco horas y una bomba cada tres". En la misma edición, informaba que la inflación había trepado al 30 por ciento mensual y al 700 por ciento anual.

Cables de Estados Unidos citaban declaraciones del senador republicano Jesse Helms elogiando a las Fuerzas Armadas argentinas como único "elemento constitucional que puede todavía garantizar las libertades y los derechos humanos".

El New York Times, por su parte, auguraba la renuncia o la caída de "la aturdida y trágica figura instalada en la Casa Rosada".

Entre los múltiples movimientos de tropas que consignaba la crónica periodística, había uno referido al Regimiento 6 de Infantería con base en la vecina ciudad de Mercedes, donde Cámpora había nacido el 26 de marzo de 1909.

* Capturarlo y asesinarlo

Ese regimiento, que conocía desde los tiempos en que lo comandaba el coronel Rafael Videla (padre del general Jorge Rafael Videla), tenía ya la misión de capturarlo y asesinarlo.

A tres días de cumplir sesenta y siete años y a tres años de la victoria del 11 de marzo, Cámpora esperaba noticias decisivas en su viejo reducto de San Andrés de Giles, uno de esos caserones típicos de la campiña bonaerense; grises, chatos, de una planta, con un balcón a cada lado de la entrada principal que daba a la calle San Martín.

Obviamente, la calle del pueblo.

Como otros caudillos bonaerenses, Don Héctor prefería esperar los acontecimientos en su territorio; el pueblo que había elegido cuarenta años atrás y al que regresó de todos los golpes y destierros de una política impiadosa.

Claro que había regresos y regresos: el diario informaba, también, que el Turco Jorge Antonio acababa de llegar tras veinte años de exilio en España.

Un largo destierro que solo interrumpió con cortos viajes al país, como el que hizo en julio de 1974, para velar a Perón.

Peleado con Isabel y López Rega llegaba a ver pasar el cadáver de su enemiga, proponiendo una coincidencia cívico-militar y la reiterada fantasía de los capitales árabes.

Jorge Antonio le evocó la fuga de Río Gallegos, que también había sido en marzo, diecinueve años antes. El golpe del 55 y los errores de la primera caída. Los "entornos" y los acomodados, los corruptos y los traidores como Teisaire.

 -¿Por qué, Señor, por qué?-preguntó mentalmente a un destinatario no definido, que podía ser Dios o Perón, mientras caminaba por el patio cubierto al que daban el comedor sombrío con muebles de su suegra y la cocina donde hervía el puchero.

Al final de este patio-corredor había un cobertizo, las habitaciones de servicio, un pequeño jardín con naranjos y el garage, que tenía la previsora virtud de salir a otra calle, transversal a San Martín, la calle Avellaneda. Avellaneda 258; un detalle sin mayor importancia durante décadas, pero que dentro de pocas horas le salvaría la vida.

A esas horas Raúl Gustavo Trombetta, el Lali Trombetta, sodero de San Andrés de Giles, llegaba con su esposa al departamento de la calle Libertad 1571, donde vivían los Cámpora cuando estaban en la Capital.

María Georgina Acevedo de Cámpora, la Tía Nené, los recibió con su sonrisa sempiterna, pero se veía a la legua que estaba angustiada.

Los sacó de la sala, presidida por el gran óleo de Evita, los metió en el comedor y cerró la puerta. Debían llevarle a su marido un mensaje contundente: el golpe sería esa mismo noche y Héctor encabezaba la lista de los más buscados. Debía escapar, ya.

El matrimonio hizo el viaje de regreso a toda velocidad.

En San Andrés, Lali estacionó el auto a pocos metros del caserón. Saludó con apresión al policía de guardia y entró al frío recibimiento de baldosas.

Los custodios de la Federal eran un obstáculo a salvar para la fuga. Pero los principales escollos se los ponía por delante el propio Don Héctor.

Dos meses atrás, cuando se hizo evidente que regresarían los militares, empezó a insistirle: "Doctor, tiene que volverse a México".

La respuesta era invariable: "¿Por qué?, si yo no hice nada malo. No tengo por qué escaparme como un bandido".

Esta vez lo escuchó en un grave silencio. Luego preguntó que estaban por hacer su mujer y su hijo mayor.

-Se van, Don Héctor -repuso el sodero-. Ya se deben haber ido.

Este último dato lo convenció. Le dijo a Lali que fuera a San Antonio de Areco, lo viera al Gordo T y le pidiera las llaves de su quinta, para esconderse allí.

Era una de las alternativas que habían pensado, en previsión de este emergencia.

Aunque San Antonio estaba a unos veinticinco kilómetros de Giles, no había tiempo que perder. Cámpora se encerró en su dormitorio y se puso a preparar las valijas.

Le repugnaba la idea de escaparse, pero intuía que esta vez no podía presentarse a los militares y decirles, como les había dicho en el 55: "Acá estoy, pueden investigarme".

No tenía una idea cabal del maremoto represivo que se cernía sobre la Argentina, pero tampoco ignoraba que habría muertos y que él bien podía ser uno de ellos.

A las cinco de la tarde, mientras el sodero alertaba al ex presidente, los principales políticos del país se aglomeraban en Rivadavia 882, donde tenía su estudio el hermano del jefe radical, Ricardo Balbín, para escuchar a Carlos Juárez, un antiguo hereje de la conducción peronista, convertido en vocero del Partido Justicialista.

"La Señora Presidente -dijo Juárez-está a punto de conversar con los tres comandantes, para superar la crisis".

El cónclave de los políticos se prolongó varias horas. Antes de que se llegara a ninguna conclusión, el doctor Oscar Alende, titular del Partido Intransigente, pidió perdón por abandonarlos en función de un "acto narcisista". Quería ver por televisión, junto a su esposa, el discurso que acababa de grabar y que iba a difundirse esa noche por la Cadena Nacional de Radio y Televisión.

El espacio, cedido por la Presidenta a los opositores en una busca desesperada de oxígeno, había sido usado por Balbín, seis días antes, para un diagnóstico implacable: "todo está naufragado". En verdad, la dirigencia radical venía manteniendo reuniones con los golpistas desde octubre del año anterior.

El sodero Lali recorrió San Antonio de Areco con angustia: el Gordo T no apariecía por ningún lado. Rehízo el camino a Giles pensando en una segunda alternativa, pero al pasar cerca de la comisaría vio la camioneta del Gordo estacionada frente a la casa de un pariente. No se animó a bajar por la vecindad con los policías y prefirió esperarlo. Se quedó una hora dentro del coche, pero el Gordo no dio señales de vida.

En la radio anunciaron a Oscar Alende. Eran las ocho y media de la noche del 23 de marzo. El mensaje en favor de la democracia se había adelantado media hora para no superponerse con el partido River-Portuguesa, por la Copa Libertadores de América, que comenzaba a las 21.

Cámpora, con aire de total normalidad, estaba en la sala viendo por televisión al doctor Alende, con quien se lo había vinculado en una posible fórmula frentista para las elecciones presidenciales del 77, que ahora podrían adelantarse para salvar a un gobierno agonizante.

El último delegado de Perón estaba acompañado por uno de sus custodios de confianza, el chofer Oscar Moya, y uno de los agentes de la Federal, que se había replegado a un discreto segundo plano.

En cuanto Lali entró, Don Héctor le hizo una rápida seña con las cejas, como en los partidos de truco que jugaban en el Club Almafuerte.

En la tele Alende convocaba a la "convergencia de las fuerzas revolucionarias de la Argentina". A cien kilómetros de allí, en la sede del Ministerio de Defensa, el teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el Brigadier Orlando Ramón Agosti, escuchaban al nuevo titular de la cartera, José Deheza, un nacionalista católico, yerno del general Eduardo Lonardi (el jefe militar que derrocó a Perón en 1955), convertido al peronismo e integrado al gobierno isabelino.

Deheza aseguró a los comandantes que ni a él ni a la Presidente les temblaría la mano si hubiera que firmar sentencias de muerte a los subversivos. La declaración no conmovió a sus interlocutores. El general Videla fue el único que habló: cortésmente pidió permiso para ir al baño.

En la Casa Rosada, Isabel Perón mantenía una reunión con ex ministros, dirigentes sindicales y legisladores ultraverticalistas. Su nuevo ministro del Interior, Roberto Ares, llegado al gobierno en la décima recomposición del gabinete desde el 1º de julio de 1974, se despedía de los periodistas acreditados con una sonrisa y una promesa temeraria: "Hasta mañana, muchachos".

Afuera, en una Plaza de Mayo desierta, veinte mujeres coreaban: "Se siente, se siente, Isabel Presidente".

Se encerraron en lo que solía ser el despacho de abogado de Héctor y Carlos para arreglar los detalles de la fuga.

Cámpora ya tenía preparadas dos valijas y le contrarió mucho saber que el Gordo T estaba tan cerca y al mismo tiempo inaccesible. Lali lo apremió para escapar cuanto antes y logró convencerlo. Irían directamente a San Antonio y le caerían, de sopetón, al Gordo.

El único problema eran esos policías que de cuidadores se podían transformar súbitamente en carceleros.

Decidieron engañarlos: les dirían que el doctor no cenaría afuera como solía hacerlo muchas veces. Que fueran ellos a comer antes de que se les hiciera tarde. Si tenían escrúpulos y no querían ir juntos se la jugarían igual: Cámpora saldría con Moya y el otro custodio por la puerta de atrás.

Lali debía irse primero, como si nada pasara, pero los esperaría a cinco kilómetros de distancia, en un discreto cruce de la ruta 41.

Cuando dejó la casa los dos policías charlaban en el zaguán tan tranquilos. Uno miraba la hora. Adentro, Cámpora y sus dos hombres de confianza se movieron como sombras, tapando los ruidos de la fuga con la transmisión del partido a todo volúmen.

Cargaron las valijas en el Fairlane azul de Don Héctor, levantaron la cortina metálica del garage, pesada y ruidosa, y apareció ante sus ojos la chatura nocturna y despoblada de la calle Avellaneda. Nadie en la vereda de enfrente. Moya metió la primera y el auto salió del garaje.

Antes de recorrer los cincuenta metros que lo separaban de la esquina, se cortó la luz. El auto cruzó en tinieblas la calle San Martín, iluminando con sus faros las aceras despobladas.

Después se dijo que el apagón había sido intencional.

(*) Miguel Bonasso (1940), periodista de investigación y escritor, nació en Buenos Aires, Argentina. Se inició en el semanario Leoplán. Fuejefe de redacción de las revistas Análisis, Extra y Semana Gráfica, además de uno de los editores del diario La Opinión que dirigía Jacobo Timerman. Entre enero y marzo de 1973 fue secretario de Prensa del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) y luego asesor de Héctor Cámpora durante su corta presidencia. En 1974 fundó y dirigió el diario Noticias, posteriormente clausurado por orden de López Rega, jefe del grupo parapolicial Alianza Anticomunista Argentina (Triple A). Después del golpe de 1976, Miguel Bonasso vivió en la clandestinidad hasta abril de 1977, en que salió del país. Integró, en Roma, el Consejo Superior de Montoneros; para, dos años más tarde, romper con la conducción oficial. Durante los doce años que residió en México continuó ejerciendo el periodismo como editor de la agencia Alasei (Agencia latinoamericana de Servicios Especiales de Información). Fue columnista del semanario Proceso y corresponsal de diversos medios latinoamericanos, como la revista Semana de Bogotá. También en México presidió la Asociación de Corresponsales Extranjeros. En 1984 publicó Recuerdo de la muerte, una novela basada en hechos reales ocurridos en el campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada, que fue traducida a varios idiomas y ganadora de varios premios. El presidente que no fue, de 1992, recibió el premio Planeta a la mejor investigación periodística y el Walsh de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata. Ese mismo año realizó la investigación y el guión para el documental de largometraje Evita: la tumba sin paz, que dirigió Tristán Bauer y produjo Ana de Skalon para Channel Four de Londres. El mismo equipo (De Skalon, Bauer y Bonasso) se volvió a unir para realizar el largometraje Iluminados por el fuego (2005). En 1999 editó Don Alfredo que al año siguiente le valió nuevamente el premio Rodolfo Walsh en la Semana Negra de Gijón. En noviembre del 2000 salió la edición argentina de Diario de un clandestino que en febrero de 2002 recibió el premio José María Arguedas de narrativa que otorga Casa de las Américas, traducido al italiano en 2006. Bonasso dictó la cátedra de Periodismo de Investigación en el curso superior de la Carrera de licenciatura en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Quilmes. En agosto de 2003 fue elegido diputado nacional.

Fuente: elortiba.gov (NdE: página seria aunque su título sugiera lo contrario).