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OJOS DE CHICO EN UNA TARDE DEMASIADO TRISTE

Recuerdo imborrable del día en que cayó Perón, con el paisaje y en una plaza del pueblo de película, la turba y una maestra que súbitamente había cambiado de bando, todo a ojos de un chico que sería después diputado nacional y funcionario del PEN.

Por Héctor H. Dalmau (*)

Los septiembres misioneros, y los de Posadas en especial, antes de que el embalse de Yaciretá asesinara al Paraná, eran realmente espectaculares, con los chivatos florecidos, las hortensias en todo su esplendor, y esas frescas aguas del río también llamado Padre del Mar, que bajaban en esa época como para darles a los pobres la posibilidad de deleitarnos nadando entre las rocas que emergían de su lecho y también debajo de las enormes jangadas varadas, compuestas por miles de troncos de aquella selva que ya no está.

En la vuelta, camino arriba del cerro, la charla del grupo de chicos tenía aquel día dos únicos temas.

 

Uno era el Racing Club, fuente de nuestras alegrías, institución en la que jugábamos todos al fútbol y basquet, deporte muy popular en esos tiempos ya que la Argentin había sido la campeona mundial en 1950, con un equipo integrado por Pedro Andrés Bustos, Hugo del Vecchio, Leopoldo Contarbio, Raúl Pérez, Vito Liva,. Oscar Furlong,. Roberto Luis Viau, Rubén Menini, Ricardo Primitivo González. Juan Carlos Uder, Omar Monza y  Alberto López, dirigidos por Jorge Hugo Canavesi.

El otro tema era el presidente Juan Domingo Perón.

Eran momentos muy tensos por el levantamiento militar contra del general, iniciado unos días antes, lo cual nos preocupaba de sobremanera. Se ignoraba qué iba a pasar.

Al llegar a casa papá escuchaba la radio -enorme aparato a lámparas-, y yo alcancé escuchar las últimas palabras del discurso de nuestro líder, anunciando su renuncia a la Presidencia de la Nación.

Abracé a mi papá, un peronista que por su formación democrática era como Arturo Jauretche al cual admiraba, hombre muy crítico de todo alcahuetismo en los círculos del poder, tan usual antes como ahora.

Le dije:“me voy a la plaza para ver que pasa”.

No reaccionó, y yo tomé una camperita y salí a esas calles, que ya no eran iguales porque me parecía que el perfumes de las flores y hasta el concierto de chicharras se había terminado.

Tras las ocho cuadras que me separaban de la arbolada plaza principal, al no poder acercarme a la unidad básica masculina Nº 1, pese a que estaba en la misma vereda, con la Estatua de la Libertad en el centro del predio y la Casa de Gobierno enfrente,  me refugié en una de las entradas de una gran tienda (La Tropical) que acababa de cerrar sus persianas.

Desde ese privilegiado lugar, fui testigo de la toma del edificio del gobierno provincial por parte de un teniente coronel de apellido Zarapura, y del acto de arrío de la Bandera Nacional que estaba sobre la puerta principal.

Yo que trataba de captar todo con las retinas llenas de soldados cuerpo a tierra, no me había percatado de que ya eran muchos los civiles que se agrupaban en las veredas, esperando iniciar los festejos por la caída del gobierno.

El sol, como para no ser testigo de los hechos que se avecinaban se ocultó y, al unísono, dos grupos comenzaron los desmanes.

El más numeroso que estaba frente a quienes bajaban la bandera,  como turba desbocada se dirigió hacia un gran monolito sobre el que había un triángulo de vidrios negros, con una lámpara votiva dentro, que iluminaba tres rostros de Eva Perón dibujados en ellos.

Con todas sus fuerzas esa masa intentó en vano derrumbar el monumento, momento en que ocrurrió algo inesperado para mí que seguía absorto la escena. Fue ver aparecer a la vicedirectora de la escuela normal nacional, llamada precisamente Juan Domingo Perón.

Era la maestra compañera que nos adoctrinara en la UES desde primer año. En ese momento, yo estaba en tercero, y fui testigo  cómo ella, justamente ella, olvidándose de todas sus enseñanzas, tomaba una piedra y la arrojaba contra esos vidrios, haciendo añicos la imagen de Evita, añorada desde hace décadas en el mundo entero.

 No habían pasado sesenta días del 26 de julio de ese año cuando esta misma maestra, nos había hecho llorar a casi todos los alumnos, con sus palabras laudatorias sobre esa criollita nacida Los Toldos, llamada María Eva Duarte, al final de las cuales nos hiciera rezar un Ave María.

Por respeto a sus nietos, omito nombrarla. Ellos no tienen la culpa.

El otro grupo se dirigió a la unidad básica referida que estaba a pocos metros del lugar de privilegio que me había tocado en suerte y, rompiendo la puerta de entrada, ingresó para sacar muebles, cuadros y todo lo que había para apilarlo en medio de la calle, rociarlo con nafta y prenderles fuego. Los fósforos que rasgaron el aire fueron incontables.

El calor casi me abrazaba la cara, mientras la turba que rodeaba a la hoguera, abrazados unos a otros, saltaba y gritaba a la vez que giraba alrededor, un espectáculo que en la evocación siempre me hizo imaginar al calcinamiento de Juana de Arco.

Presto a retirarme ya que nada podría hacer y sintiendo una angustia que me superaba, una larga serie de explosiones se hizo dueña de la escena, mientras, como búfalos, los hasta ese momento festejaban, se atropellaban en la despavorida huida.

Varios buscaron refugio en el portal en donde yo estaba hacía una hora, apretujándome contra las cortinas metálicas. Yo, gozaba.

¿Qué había pasado? ¿De donde provenían esos estallidos, unos veinte, que esparcían todo? Eran bombas de estruendo para los festejos partidarios guardadas en los armarios y escritorios.

Este episodio, me dio fuerzas, y me dije que algo nuevo también estaba comenzando por lo que me dirigí la unidad básica también Nº 1 pero femenina, que estaba a tres cuadras, donde al llegar pude ver como el ejército con tropas de a caballo, dispersaba a quienes querían realizar los mismos destrozos en ese local.

Pasados unos minutos emprendí el triste regreso a mi casa. Nunca me parecieron tan largas esas ocho cuadras, nunca mis pasos me habían resonado tanto, jamás había sentido el amargo sabor de la hiel de la derrota como es esa caminata.

Así iba cuando alguien que me cruzó corriendo puso en mis manos un ejemplar, del único diario misionero que había tirado una edición extra, con su tapa toda blanca con letras negras muy grande que decía: “Cayó Perón”.

Mi andar por aquella calle terrosa  podría compararse como el recorrido de los condenados a muerte hacia el patíbulo, trayecto que unas cuadras antes de llegar a mi hogar, se cruzaba con la que pasaba por la Juan Domingo Perón, mi escuela.

Al llegar a esa esquina, por esa calle, surgió un camioncito Chevrolet modelo 1946, a los que se denominaba Sapos, manejado por el portero de la escuela, que además era boxeador de renombre en el NEA, el compañero, Pablo Cáceres.

Iba manejando con una mano porque con la otra arrojaba papeles en los que él había mimeografiado con su esposa y en la misma escuela una proclama contra esa compañera traidora, en la que recordaba partes sustanciales de las alabanzas que pronunciara la ya asumida gorila vicedirectora de la escuela, que a partir a partir de la Revolución Fusiladora pasaría a llamarse República Federativa del Brasil, seguramente para agradecer algo al país de aguas arriba.

Parado debajo del único foco que alumbraba esa esquina leí el escrito, el alma me volvió al cuerpo, las estrellas volvieron a brillar y mi cerebro grabó en mi corazón que la lucha había comenzado.

Y en eso, por desgracia, ando todavía.

(*) Ex diputado nacional peronista y ex subsecretario de Medio Ambiente de la Nación.