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LAS SESIONES DEL MIEDO

La votación a distancia en el Congreso de la Nación marcará para bien o para mal un modo de legislar no contemplado desde la organización de la República. Ni siquiera se pensó en la reforma de la Constitución de 1994, que sólo blanqueó los DNU. Al margen del cacareo opositor, un diputado que se precie debe demostrarlo de cuerpo presente. Y un periodista parlamentario, también.

Por Armando Vidal

La oposición contumaz quiere que se reúna la Cámara de Diputados de la Nación de cuerpo presente y el oficialismo cuyo titular es el líder de La Cámpora, Máximo Kirchner, acompaña la estrategia del presidente del cuerpo, Sergio Massa, partidario de hacerlo a distancia por miedo a colaborar a la expansión de la pandemia.

Por su parte, los diputados peronistas están callados, salvo algunos pocos avezados que no rehusan ir a los medios de comunicación ni desacatan los lineamientos trazados. Ninguna resistencia ni rebeldía a la vista.

Suena extraño que los macristas – los ucerreístas, en primer lugar- copen el lugar y se sienten en sus bancas, mientras los peronistas se queden en sus casas. Realmente, muy raro porque no ha sido práctica de ellos esconderse detrás de las cortinas –otros peronistas hicieron cosas peores  en el pasado- y porque hoy estarían colaborando con los medios que desmerecen desde siempre al Congreso,  no de ahora.

Mientras los opositores, responsables del desastre, intentan despertarse del jab de izquierda del 18 de mayo de Cristina Kirchner y del knockout de derecha de Alberto Fernández del 27 de octubre, los peronistas no sólo en la Cámara están callados. También, lo están afuera, en la calle, en las organizaciones sociales, en los sindicatos, centros de estudios, medios amigos, foros y ámbitos intelectuales.

¿Será un tapaboca tipo mordaza? ¿O la cuarentena es una campana negra impenetrable al sonido?

El Congreso de la Nación no es sólo el lugar donde nacen las leyes sino también la tribuna institucional en la que los legisladores pueden lanzar sus denuncias y reclamar informes al Poder Ejecutivo, más aun cuando el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, ni siquiera pudo debutar como corresponde ante ninguna de las Cámaras.

Nadie imagina en él a un compadrito demodé arrebolado como Marcos Peña, el de Macri en esa misma función, sino al portador de un apellido que pesa y sigue unido en torno de un mismo proyecto político con Santiago contenido ante su alta responsabilidad y un estilo que parece diferenciado del de su padre a la misma edad.

Se comprende el miedo en el Congreso y más cuando no se lo ve al agresor que lo genera. Hasta el Beto Imbelloni, que siempre iba al frente, se cuidaría de un enemigo así. Pero la seguridad plena no la tiene garantizada nadie y menos un político. Y mucho menos aún un político al servicio de su pueblo.

En 1955, en un gobierno más que popular como era el de Juan Domingo Perón, los diputados, tras el golpe, terminaron en la cárcel.

Diez años después, en el gobierno del radical Arturo Illia, policías de la Federal balearon el frente del Congreso por un conflicto salarial.

En 1987, con la rebelión carapintada de Semana Santa a sólo quince meses de la condena a los ex comandantes de la dictadura, los legisladores radicales en primer lugar se veían en el horno si triunfaba lo que para ellos era un golpe.

El miedo era sentir de frente al pasado. 

Hasta hubo una falsa sesión armada para distraer a los golpistas en la que una cámara de televisión mantuvo un primer plano permanente en el diputado que hablaba y en el grupo que rodeaba porque el recinto estaba vacío. Puro teatro. Y el diputado hablaba y hablaba con idas y vueltas sobre lo que decía y repetía porque tenía que estirar hasta la aparición de una comitiva de legisladores que había ido a buscar su propia información para una negociación con los temibles insurrectos. Un capítulo que terminó sin sangre entre argentinos, como decía Raúl Alfonsín pero con la leyes de la impunidad aprobada dos meses después, luego derogadas en el 2000 y finalñmente anuladas en 2003, en el gobierno de Néstor Kirchner, juicios que en muchos casos continúan.

Tiempos que parecen remotos porque por entonces no había redes ni Internet pero que están en la memoria de sus protagonistas, caso del diputado peronista Héctor Dalmau, el orador extraviado,  diputado que hizo de falso diputado.

Y en el 2001, tras el desastre menemista en sus diez años de política neoliberal y el fracaso radical de la Alianza con Fernando De la Rúa que lo continuó, diputados y senadores sufrieron el profundo desprecio de la gente, el peor de los castigos.

Enojos que caían como cocos de monos sobre todo portador de saco y corbata que se atrevía a salir del Congreso. Hasta hubo un asalto al Palacio Legislativo de jóvenes enardecidos que pretendieron incendiarlo tras abrir las pesadas puertas del frenter corroídas por el tiempo y abandono. Quien estuvo y lo recuerda nunca nombró ni lo hará a una de las protagonistas por tanto dolor sufrido en su vida, razón profunda de un enojo descargado donde no correspondía.

¿Qué quedó de todo ello? Hay momentos, infinitos en nuestra historia, que al repensarlos asoma un ataque de amor por la Argentina. Cosas de los argentinos.

Del carapintada que dio la cara, Aldo Rico, combatiente de Malvinas, nació el político que fue diputado nacional, constituyente de Santa Fe, intendente de San Miguel, peronista de ocasión a quien la política le cambió la vida porque se separó de una mujer que al parecer lo tenía al trote y se casó con una joven que le dio un hijo, más o menos en los tiempos en que su hija era diputada de la Nación. Lo último que supo de él quien escribe es que andaba cantando tangos entre amigos y algún que otro boliche.

Nada de esto es comparable al miedo del coronavirus, que muy democrático no es.

Pero el miedo es inherente a lo que uno eligió ser. Un político elegido como representante del pueblo que no venza al miedo debería pensar en quienes perdieron todo, incluyendo la vida, sin beneficio alguno, sin pensar en una banca, sin conocer siquiera al Congreso y dieron todo por la Patria.

Puede que todo se resuelva rápido y que incluso la propuesta opositora ayude a conciliar la necesidad de legislar y el modo compartido, institucional y reglamentario que conforme a los miembros de la Corte Suprema de Justicia que, dicho sea de paso, tampoco se miran a las cara de cuerpo presente.

Claro que el Congreso es otra cosa, es la vida misma dentro de uno de los tres poderes de la República.

De un lado, 257 diputados; del otro, 72 senadores, representando a las provincias y la ciudad autónoma de Buenos Aires, la Cámara de los mayores, la platea de la política.

La de los jóvenes es Diputados, la pasional, la tribuna, la emoción, erudición y grito.

Y es la que debe tratar para incrementar las arcas del Estado consumidas por la lucha contra la pandemia un impuesto todavía en trámite, impuesto que no lo es sino una contribución por única vez, para que unos once mil argentinos super ricos colaboren con un aporte que no les hace mella y, por el contrario, los enaltece, pese a los empresarios ricos que se oponen y a los grandes diarios que, lógico, están en contra.

¿Qué haría Belgrano, el prócer de los próceres, nacido hace 250 años, fallecido en la pobreza hace 200?

¿Se quedaría en su casa?

 

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