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ELPIDIO GONZÁLEZ, EJEMPLO OLVIDADO

Comenzó a circular por la red un texto de autor anónimo con el evidente propósito de promover la comparación entre dos hombres distintos en el momento que ocuparon el alto cargo de vicepresidente de la Nación con una diferencia de noventa años entra una gestión y otra. 

Después de haber trabajado en política toda su vida y de haber ejercido varios cargos públicos, entre ellos vicepresidente de la República en la presidencia de Marcelo T. de Alvear, se retiró de la política y nadie supo más de él. Cierto tiempo después un diputado en funciones lo vio en las recovas de Once, con una valija, vendiendo betunes, pomadas y cosas afines, por lo que se dijo: “no puede ser que alguien que ha dado tanto por la Patria viva en estas condiciones”.

Presentó en el Congreso una ley (NdE: lo correcto es decir proyecto de ley)  para permitir una vejez decente para el político y así fue aprobada la primera jubilación de privilegio (NdE: referencia por verificar). Pero he aquí lo más sabroso de esta historia: cuando le fueron a dar la noticia al viejo caudillo, éste la rechazó diciendo: “que mientras tuviera dos manos para trabajar, no necesitaba limosnas”.

* En un tranvía

Cierto domingo de un frío invierno, al mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.

Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.

- Cantos de vida y esperanza, un buen libro de Rubén Darío - le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.

El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la venta del día...

 -Y sí, es él, -pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear... el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía.

Sí, era Elpidio Gonzalez.

El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco. Se había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:

-Si no la uso para limosna, la usaré para comer. Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.

- ¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.

El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:

- Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas: “...y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita… ”

Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.

Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse.

Había nacido en Rosario, el 1 de agosto de 1875 donde realizó sus estudios primarios y secundarios para seguir, en 1894, la carrera de derecho en la Universidad de Córdoba a los 19 años. Al mismo tiempo que comenzó su vida universitaria, se inició en la vida política. Y en ese camino descubrió al caudillo que seguiría toda su vida: a Hipólito Yrigoyen y participó en la revolución de 1905, cuando tenía treinta años, terminando preso, por primera vez.

En 1912, a los 37 años, después de la sanción de la ley Saenz Peña, fue elegido diputado nacional. Ese mismo año, lo eligieron en el seno de su partido para encabezar la fórmula para gobernador de la provincia de Córdoba, posibilidad que rechazó pues había sido elegido para el cargo de diputado y no podía defraudar a sus electores.

Cuatro años después, cuando él contaba 41, fue elector de la fórmula Yrigoyen - Pelagio Luna y, nuevamente, diputado nacional por Córdoba.

Entre 1916 y 1918, enfermo, fue ministro de Guerra -cargo del ejecutivo que equivale al del actual ministro de Defensa- y de 1918 a 1921 -entre los 43 y los 46 años de edad- fue jefe de Policía de la Capital.

En 1921, además, fue elegido presidente de la Unión Cívica Radical. Y luego, la historia grande. Renunció a ese cargo y participó en la puja electoral. Volvió después a la jefatura de Policía. Y en los comicios presidenciales del 2 de abril de 1922, integró el segundo término de la fórmula triunfante, junto al aristocrático Máximo Marcelo Torcuato de Alvear, en los años de la Argentina venturosa, llena de futuro, de sueños, de proyectos y, por eso, de esperanzas.

Ganaron por 460.000 votos, contra 370.000 de todos sus opositores. En ese gobierno, nuestro hombre representaba la línea de Yrigoyen.

Era, además, -como vicepresidente de la República- presidente del Senado, donde fue permanentemente atacado por los alvearistas, en un radicalismo partido en dos.

En 1928 fue ministro del Interior, durante la segunda presidencia de Yrigoyen, hasta las vísperas de la revolución del 6 de setiembre de 1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los 57 años. Y un largo período de alejamiento de la política, cuando, muerto Yrigoyen, prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que nada extrajo de la vida pública para sí.

En 1945, cuando tenía 70 años, retomó la bandera yrigoyenista: un último alarde de lealtad a las ideas que él creía que encarnaba el líder que había seguido fervorosamente. Y después nada conocido, excepto que un día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda pensión del estado que le correspondiera.

Lo recordamos, había sido: diputado nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República, ministro del Interior y, finalmente, preso político durante dos años, tras el derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen, que integraba. Y hasta en la hora de su muerte (18 de octubre de 1951, en Buenos Aires) fue austero, humilde.

Esto dejó escrito en su testamento: “Pido ser enterrado con toda modestia como corresponde a mi carácter de católico, como hijo del seráfico padre San Francisco, a cuya Tercera Orden pertenezco, suplico con amor de Dios, la limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón de mis pecados y el sufragio de mi alma ”.

No solamente hizo lo debido, sino que honró su actividad pública en demasía, con un desprendimiento superior al que se le puede pedir a un funcionario. Su paso por los altos cargos públicos no había significado para él un enriquecimiento material. Pobre, muy pobre, hizo frente al violento cambio de la fortuna con estoica simplicidad .

Fuente: La Nación ( octubre, 1951)