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LOS CORRUPTOS SON LOS PEORES ASESINOS

La indignación por los incontables crímenes que genera la corrupción, aquí y en el mundo, está reflejada en este testimonio de un honrado ex diputado de la Nación y ex alto funcionario del  Poder Ejecutivo.

Por Héctor Dalmau  

Si alguien me preguntara si un corrupto es comparable con un asesino respondería que no pero aclararía que su acción nunca sería mayor al que generan los miles y miles de corruptos de aquí y del mundo.

Pienso así  desde hace ya varias décadas por una experiencia que viví y que procedo a contar aunque revuelva mi dolor e indignación de aquella fría noche de invierno.

Era tarde, dormía profundo por viejos cansancios cuando me despertaron los golpes y los gritos que me llamaban. Abrí la ventana de aquella casita de madera que ocupaba como director de la escuelita que estaba al lado, en Campo Ramón, Misiones, pueblo de frontera con Brasil.

Era una parejita de jóvenes que envolvían a su niño muy pequeño con una mantita. Me dice el muchacho:

- Don Chiquito, el nene está muy mal.

Los hice pasar, alcé a ese indiecito y advertí que apenas podía respirar,

 Para que le froté el pecho, mi señora me trajo Vic Vaporub,  siempre presente en cualquier hogar, menos en el de los pobres. Después lo hice con alcohol caliente y lo envolvimos con con una manta más gruesa.

La criatura no mejoraba.

Como soy asmático, usé mi aerosol para tratar de abrirle los pulmones, y nada.

Entonces, sin perder tiempo, llevando una frazada para abrigar también a los padres, corrimos hasta mi camión, único vehículo en muchos kilómetros a la redonda para llevar al nene al hospital de Oberá, distante unos veinticinco kilómetros.

Mi camión era un Studevaquer, modelo 1942, sin puertas  porque en los montes misioneros se sacan para poder saltar del vehícuno ante cualquier problema, tomando en cuenta las ondulaciones y curvas del camino.

A Dios gracias al primer envión de la manija, dado por el papá mientras yo estiraba el cebador y apretaba un poco el acelerador, el camión arrancó.

Salimos a la mayor velocidad posible hacia el hospital, una carrera contra la muerte.

Quien nunca anduvo en caminos terrados, llenos de pozos y piedras, con una neblina muy cerrada en un camión viejo vacío, nunca imaginará lo que fue ese viaje en el cual el joven papá, sentado junto el agujero que debía cubrir la puerta derecha, hacía malabares para no caerse, sobre todo cuando en las profundas bajadas ponía al vehículo en punto muerto para que tomara mayor velocidad, y así poder trepar más rápido el próximo cerro.

Sin dudas fue un recorrido superador a cualquier relato fantasmal que escritor alguno pueda imaginar, ya que a todo lo inherente al viaje había que sumarle la angustia por el estado del bebé.

Por fin llegamos al hospital y a minutos de comenzar a atenderlo el médico de guerdia, un amigo personal, salió una enfermera al pasillo donde esperábamo,  me da un papelito y me dice que hay que aplicarle urgente este remedio para salvarlo "porque en el hospital no lo tenemos".

Corrí al camión, estacionado en una bajada, para darle arranque misionero, o sea hacer que se deslizara para colocar la cuarta, largar el embriague y hacerlo arrancar. Luego,  acelerar hasta al pueblo propiamente dicho ya que el nosocomio estaba - y está-a un poco alejado.

Paramos en la primera farmacia, tratamos de leer en la oscuridad el cartelito que indicaba cuál era la que estaba de turno y otra vez con el motor en marcha partir  para llegar muy rápido ya que nos separaba pocas cuadras.

Despierto al farmacéutico (otro conocido) y luego de una rápida búsqueda, me dice que no tenía ese remedio, y ante mi pregunta, de que si no había similares,  me dice que sí pero que el no los tiene. Se me vino el alma al suelo.

Pero superé el momento cuando el amigo farmacéutico me dice:

- Pará, que voy a llamar por teléfono a la droguería, en cuya planta alta vivía el dueño, eran tiempos en que los teléfonos todavía tenían una manijita, a la que después de darle una vueltas  se escuchaba la voz del operador, que accionaba las clavijas.

Esasa ceremonia duró una eternidad, pero antes de colgar, el amigo me grita:

- Andá a lo de Olo, que te espera con el remedio.

Lloco de alegría y creo sin agradecerle, corrí al camión y enfilé hacia la droguería, en cuya vereda estaba Olo, un descendiente de suecos, más gaucho que Martín Fierro, y que sin que yo me baje, me dio la cajita con el medicamento, y al preguntarle cuanto era, me dijo:

- Nada, andá rápido que este remedio es para casos muy graves.

 A “Olo”. Si le agradecí, y acelerando a lo que daba mi carromato, llegué al hospital y corriendo recorro sus pasillos para ir a entregar los remedios cuando me encuentro con un cuadro que se me grabó en el alma: los cuatro, los papás, la enfermera y el médico, estaban llorando alrededor de la camilla donde ese niño aborigen ya era un angelito.

El médico me abrazó, y aumentando nuestra angustia,  me dijo:

- Perdimos un niño por no tener un remedio de diez pesos.

Mientras alguien hacía los papales de rigor para que nos entreguen el cuerpito, Jorge, el médico, siempre con la voz entrecortada me dice;

- ¡Vos no tenés idea de la gente que se nos muere, porque los que deben comprar los remedios se roban toda la plata!. Yo se bien cuanta plata entra en el hospital, pero el delincuente del director es primo del gobernador y si lo denuncio,  en una hora me echan; Te juro que si no fuera por mi familia, me iría a la misma mierda.

El triste viaje de vuelta lo hicimos muy lentamente, ya que juro que me era muy difícil ver, en medio de la espesa niebla, con los ojos cubiertos por las lágrimas, y escuchando como lloraban los papás del niño que se nos muriera por no haber en un hospital un remedio que costaba en farmacias diez pesos..

Amanecía cuando llegué a la escuela, donde terminaba el camino, prácticamente los obligue a desayunar, y después se fueron picada al fondo donde tenían su ranchito para, seguramente, enterrar al cuerpito muy cerca. Y donde una cruz de madera sin pintar marcará para siempre lo enterrarían al cuerpito muy cerca de el, donde una cruz de madera, sin pintar, marcará para siempre que allí yac´cian los restos de un niño argento que no pudo ver el amanecer por culpa de los corruptos de ayer y de siempre.

No tengo dudas: los funcionarios corruptos son más asesinos que los asesinos que no manejan fondos del Estado.

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