A+ A A-

PERROTTA, CAMINOS Y DESTINO

La conocida periodista explica cómo surgió su libro sobre la desaparición de Rafael "Cacho" Perrotta, director propietario de El Cronista Comercial,  proveniente del  poder oligárquico y, al mismo tiempo, hombre solidario con sus trabajadores  y allegado al ERP. Secuestro, desaparición y misterio. Nota que ilustra un tiempo distinto en la vida de los periodistas (1).

Por María Seoane

La primera vez que tomé contacto con la historia de Perrotta ocurrió en el invierno de 1997, más precisamente en junio, en la redacción del diario Clarín, donde trabajaba como editora. Una tarde me convocó el prosecretario general de redacción y luego editor general, Ricardo Kirschbaum. Fue para mostrarme unos papeles: era una desgravación mecanografiada, con letra casi ilegible saturada de tinta, plagada de faltas de ortografía, y con nombres y preguntas entrecortadas de difícil comprensión.

Se me dijo que esos papeles podían provenir de los archivos del Batallón 601 de la Inteligencia del Ejército y que se referían a los interrogatorios al director de El Cronista Comercial, Rafael Cacho Perrotta, desaparecido exactamente veinte años antes, en junio de 1977.

Se me dijo que en la noche del 2 de junio, en el programa Fenómeno de América 2 conducido por Mauro Viale con la producción periodística de Fabián Doman, se emitiría un informe sobre una historia jamás contada, por lo menos en la TV.

Doman —a quien conocí cuando él era encargado de prensa de María Julia Alsogaray— dijo que en el diario estaba la periodista indicada para “decodificar” esos documentos, por mi conocimiento de la historia de la guerrilla guevarista, ya que había escrito el libro Todo o nada, la historia pública y privada de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

Esos papeles señalaban que el secuestro y desaparición de Perrotta tenían que ver con sus vinculaciones con la Inteligencia del ERP y daban cierta explicación a su historia, pues junto con Jacobo Timerman habían sido dos dueños de medios de comunicación secuestrados durante la dictadura por sus supuestos contactos con la guerrilla.

No recuerdo en detalle cómo apareció el nombre de Juan Bautista Tata Yofre —periodista y ex jefe de la SIDE durante 1989 y 1990 en el gobierno de Carlos Menem— como facilitador de esos papeles.

Sí recuerdo lo siguiente: mi libro Todo o nada fue publicado en octubre de 1991; unos meses más tarde, Yofre me invitó a tomar un café en la esquina del Círculo Militar en Plaza San Martín.

Luego de elogiar el libro, se mostró realmente intrigado por saber por qué yo no había hecho hincapié en la “guerra de inteligencia” de los años setenta.

 Le contesté que mi único objetivo era comprender los motivos de miles de jóvenes argentinos para tomar el camino de las armas; que explicar por qué nuestra sociedad había lanzado a una generación, valiente y comprometida hasta los huesos, por el camino de la violencia política era también la manera de evitar que aquella tragedia se repitiera en el futuro.

Yofre me preguntó entonces si yo había conseguido tener acceso a documentos de la inteligencia guerrillera y si tenía interés en escribir sobre eso. Le contesté que no. Fue la última vez que tuve noticias de él, aunque varias veces lo llamé en años posteriores para solicitarle información periodística sobre otros papeles calientes —que dijo no tener— y cierta referencia al caso Perrotta para este libro.

Volviendo al invierno del 97, puedo recordar también que en aquel tiempo varios colegas manifestaban cierto estupor ante el rumor insistente de que los archivos del 601 estaban “en venta” por medio millón de dólares, y sin duda incluían los interrogatorios bajo tortura de Perrotta.

Provocaba escozor esa posibilidad, porque aquellos archivos —cuya existencia era reiteradamente negada por el poder militar residual y en actividad— eran requeridos desesperadamente por todos los organismos humanitarios para avanzar en el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura, tapiado por las leyes de impunidad —Obediencia Debida, Punto Final— y el indulto, que ya regían.

Se decía que los archivos de la represión no habían sido destruidos y la existencia de esos papeles sobre Perrotta lo confirmaba. También recuerdo la sorpresa de que documentos pertenecientes al Estado pudieran provenir de un ex jefe de la SIDE que en 2007 y 2008 publicó dos libros con abundante información oficial secreta sobre los años de plomo, y que podrían no haber surgido —dijeron con desconfianza algunos colegas— de una sesuda y ardua investigación periodística.

De todas maneras, el destino de aquellos documentos continúa siendo un enigma pero algunas de sus pistas se describen al final de este libro. Lo cierto es que para los periodistas que intervinieron en esta historia sobre el caso Perrotta —Kirschbaum y el entonces secretario general de redacción, Roberto Guareschi—, el acuerdo con el enviado de Viale era que yo ayudaba a “decodificar” esos documentos, es decir, a traducirlos para su difusión en su programa de TV, y el diario podía publicarlos la mañana posterior al programa, reservándose el derecho de criticarlo si derrapaba, como se suponía, en el amarillismo descarnado.

Así ocurrió: Clarín difundió en tapa el caso Perrotta con un despliegue de investigación y testimonios realizados bajo mi responsabilidad periodística, y también criticó el programa.

Ambos periodistas habían conocido y trabajado con Perrotta en los años setenta en El Cronista Comercial. Tenían un interés genuino en conocer qué había ocurrido con él. Le debo a Isidoro Gilbert y a Kirschbaum el haberme sugerido escribir este libro años más tarde, en 2005, ya que desde ese tiempo comencé a pensar que el destino de Perrotta sintetizaba las aristas más perversas del estado terrorista y las paradojas en la conciencia de muchos argentinos, que proviniendo de clases sociales altas abrazaron el tormentoso camino revolucionario en los años setenta.

* De donde provenía

Perrotta pertenecía a la elite empresarial, y era un hijo del poder económico y político de la primera mitad del siglo XX. Integraba el círculo de la alta sociedad porteña. Era un católico ferviente que pudo ser peronista pero fue un liberal cabal, amigo de los gobiernos cívico-militares anteriores al de 1976, y que derivó del humanismo católico al marxismo.

Quienes lo conocieron aseguran que fue, sobre todo, un hombre sensible y solidario. Y un empresario periodístico que revolucionó el medio que le tocó dirigir.

El proceso de transformación que llevó a Perrotta a vincularse con la guerrilla guevarista como uno de sus principales informantes es el misterio que intenta desentrañar este libro, pues su caso es único. También porque sobre él se desplegó la microfísica de la represión, con todas y cada una de las lacras del terrorismo de Estado comandado por un general, Jorge Videla, y un empresario, José Alfredo Martínez de Hoz: secuestros extorsivos, saqueo de bienes, torturas y asesinatos.

Por ser tan singular, confieso que es difícil comprender por qué el caso Perrotta fue negado sistemáticamente, hasta el punto de hacer desaparecer hasta hoy la historia del más importante director de El Cronista Comercial.

Pero la memoria vuelve por sus fueros, porque la sangre es indeleble. Entonces, unos pocos papeles borrosos aparecidos una tarde, como aquellos del Batallón de Inteligencia 601, pueden ser, de repente, el rastro perfecto para que ahora sepamos quién fue y qué sucedió con ese hombre.

María Seoane Buenos Aires, otoño de 2011

*** Uno

El laberinto

A las tres de la tarde del lunes 13 de junio de 1977, después de levantarse de una siesta, Rafael Perrotta salió de su casa de la calle Quintana, en el barrio de Recoleta. Aquella mañana, como siempre, había leído los diarios con avidez. ¿Habrá hecho una mueca al ver en El Cronista Comercial que el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio Massera habían decidido romper relaciones con la República Democrática de Corea, o al ver cómo su amigo, el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, explicaba que en la Argentina no había un gobierno dictatorial que oprimía o perseguía a personas sólo por el hecho de que sus ideas fueran contrarias al régimen?

Y luego, ¿habrá salido de su casa, como dijo, con el propósito de cumplir con la caminata diaria recomendada por su médico?

Tal vez, porque estaba vestido con un traje derecho, de casimir espigado claro, una camisa de voile color pastel y zapatos abotinados marrones marca Bally. Llevaba, como siempre, la alianza de oro: “Elena Bengolea 21.IX.1946”, y un reloj Omega de acero inoxidable; un bolsito con sus documentos, la agenda telefónica, dinero, varios juegos de llaves, unos anteojos para sol y otros plegables para leer.

Aunque había pronóstico de lluvia sobre Buenos Aires, salió sin paraguas.

Dos horas pueden ser eternas.

Pueden, por ejemplo, convertirse en la frontera imprecisa y azarosa entre el ser y la nada. Entre la vida y la muerte. Entre lo real y lo irreal. Pueden marcar el paso de la calle a una cueva, al limbo, a la oscuridad sin fin.

Porque a las 17.30 sonó el teléfono en Quintana 537. Preguntaron por la mujer de Perrotta; Elena Josefi na Bengolea, dijeron. No estaba. Atendió su hijo Rafael María.

—Soy Carlos. Tenemos secuestrado a Rafael Perrotta.

—¡Andate a la puta que te parió! —gritó Rafael y colgó.

El teléfono volvió a sonar.

— No lo tome en joda. Esto va en serio. La prueba está en el baño de hombres del bar La Fe, en Santa Fe y Ayacucho. Ni se le ocurra llamar a la Policía o a la prensa porque matamos al viejo. Deme un nuevo número para comunicarnos —exigió Carlos.

Rafael hizo silencio: necesitaba unos minutos para poder aceptar que el tipo del teléfono decía la verdad. No podía comprobarlo aún. No tenía noticias de su padre. Por las dudas, siguió el juego.

—No tenemos un nuevo número —respondió Rafael.

— Lo vamos a llamar a la casa de su hermano Santiago en Figueroa Alcorta. Rafael entendió que sabían mucho de su familia. Pero no todo.

— No hay teléfono ahí —dijo.

— ¿Usted tiene teléfono?

— No.

— Ya vamos a buscar dónde llamarlo —dijo Carlos y cortó.

A su regreso, Elena escuchó el relato de Rafael. Intentaron calmarse, demorar la pesadilla. Pero no podían dar con Perrotta.

Como sucede en estos trances, pasaron primero de la incredulidad a la desesperación y luego a la acción frenética de pedir ayuda.

Comenzaron con los amigos que frecuentaba Perrotta. Trataron de ubicar a Massera, a Martínez de Hoz y al general Jorge Carlos Olivera Róvere, por entonces secretario general del Estado Mayor General del Ejército. A la búsqueda se sumó el hijo menor de los Perrotta, Santiago.

Cerca de las 18.40, ambos hermanos salieron rumbo al bar La Fe. A las 19 sonó de nuevo el teléfono. Atendió Elena. Era Carlos, que reiteró las amenazas y prometió llamar en una hora. A las 19.30 Rafael y Santiago regresaron con las manos vacías: no encontraron ningún mensaje en el bar.

Elena, en tanto, se comunicó con la esposa del general Olivera Róvere y con Martínez de Hoz, que aceptó reunirse esa misma noche con Santiago. Elena ya había escuchado los consejos del general Jorge von Stecher: lo más seguro era contratar a la agencia de seguridad Intermundo para negociar con los captores.

Cuando Carlos volvió a llamar a las 20.30, los Perrotta ya estaban rodeados de buenos amigos y familiares: Guido Caserta, Enrique Loza Semprun y la hermana de Elena, María Rosa.

Atendió Rafael. Lo sorprendió cierta cordialidad de Carlos.

— No había ningún mensaje en el bar —dijo Rafael.

— Tendrá una nueva prueba. El próximo llamado será a la casa de su ex mujer. Su padre nos dará el teléfono. Tiene una hora para llegar hasta ahí con 200 mil dólares.

Entre las 21.45 y las 22, Rafael se instaló en el domicilio indicado.

Carlos volvió a llamar. Era evidente que los secuestradores tenían la ficha completa de la familia. Carlos le indicó que fuera al bar a buscar la prueba de que tenían a su padre.

—Ya sabe —amenazó— si hablan, el viejo muere. Son 200 mil dólares. El plazo para entregar el rescate es el jueves 16.

— No disponemos de tal cantidad de dinero —dijo Rafael.

— Yo creo que sí —aseguró Carlos y cortó.

Rafael y Guido Caserta volvieron al bar La Fe. El mensaje estaba escrito en el margen superior de la tapa de un ejemplar de ese día del diario vespertino La Razón: “Rafa: estoy bien; cumplí instrucciones recibidas y a recibir. Estoy tranquilo. Cacho”.

Junto al diario habían dejado la medalla de socio del Jockey Club de Perrotta. Para Rafael, era una prueba irrefutable. Hacia la medianoche, Carlos volvió a llamar.

— ¿Vio que va en serio? —ironizó—. Queremos 200 mil dólares para el jueves. El doctor Perrotta está de acuerdo con esta cantidad. Vamos a estar en contacto, usted tiene que estar en este teléfono todos los días, de 11 a 12 y de 20 a 21. Todos los días, ¿me entiende? Fue la última comunicación del 13 de junio.

No lejos de allí, Santiago se reunía con Martínez de Hoz. El “tío Joe”, como a veces lo llamaba Perrotta, sugirió que la familia hablara con el ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy. Aún no lo sabían, pero los enviaban a una vía muerta.

Porque esa tarde nubosa del otoño del 77, una patota militar había arrastrado a Perrotta detrás de los portones negros del Batallón 601 de la inteligencia militar, a pocas cuadras del bar La Fe, para torturarlo hasta que diera nombres, direcciones, fechas, citas; hasta que pidiera perdón, perdón, señor, perdón, como un adolescente pescado in fraganti en ritos prohibidos.

 ¿O mientras unos extorsionaban a la familia otros ya lo habían depositado en ese reino de tinieblas que era Campo de Mayo? ¿O lo habían tirado en otra cueva polvorienta, impenetrable a la condición humana, donde Perrotta no pudo o no quiso creer en esa maldita suerte que lo llevaba a ser abandonado por sus viejos amigos de parrandas y juegos de golf y de tenis, de tertulias en el Jockey Club y en los salones preferidos de la oligarquía?

¿Fue allí donde dijo llamarse Rafael Andrés Tomás Perrotta Pereyra, alias Cacho, ser empresario periodístico, heredero y dueño de El Cronista Comercial, hijo de una familia riquísima de la elite porteña, alumno de los mejores colegios y ferviente católico; donde confesó haber cambiado de fe y dejado de adorar al dios iracundo del dinero por un Cristo caído como el Che?

¿Fue allí donde se arrepintió de haber tenido citas clandestinas con el jefe de la guerrilla guevarista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Mario Roberto Santucho, el enemigo público número uno del régimen, asesinado después de resistir a balazos la emboscada de una patrulla militar en julio de 1976?

¿Fue en ese pozo sin tiempo ni nombres propios que Perrotta se imaginó víctima de una interna militar entre sus amigos de la Marina y sus amigos del Ejército?, ¿donde creyó que por un puñado de dólares podrían dejarlo con vida? ¿Pensó Perrotta, en esos días de oscuridad, en todo lo que lo llevó a espiar a sus pares para pasarle información a la guerrilla guevarista, a grabar en su memoria cientos de charlas con empresarios, diplomáticos y presidentes extranjeros, a registrar los pasos de los jerarcas del régimen militar, Massera, el general López Aufranc, el estanciero Martínez de Hoz, el lobista-periodista Mariano Grondona, el embajador de los Estados Unidos John Lodge?

¿Lo hizo? ¿Negó haberlo hecho?

Y si lo hizo, ¿tuvo tiempo de pensar por qué?, ¿de saber por qué?

Los expedientes judiciales y testimonios que reconstruyen la desaparición de Rafael Perrotta muestran la demoledora evidencia de los hechos.

No sólo para avanzar sobre los motivos de un crimen, sino también para entender el periodismo al que apostó, ciertas opciones morales, sus deseos de trascendencia en tiempos violentos y las complicidades, traiciones y silencios por las que ingresó a la noche y niebla de una historia negada por años.

Son registros, relatos, papeles, memorias, que se desgranan como pistas sedientas sobre el destino de ese hombre cuya vida y cuya muerte, ahora lo sabemos, no se corresponderán jamás.

(1) Nota publicada el 30/4/15 y actualizada el 5/6/15, con el mismo título pero con el nombre de pila de Perrotta y que tuvo hasta este momento 517 lectores.

(*) Periodista y escritora argentina. Es autora La noche de los lápices (1986), editorial Contrapunto, llevado al cine por Héctor Olivera; Menem, la patria sociedad anónima (1990), editorial Gente Sur; Todo o nada. Biografía de Mario Roberto Santucho (1991), editorial Planeta: El burgués maldito. Biografía de José B. Gelbard (1998), editorial Planeta; El dictador. Biografía de J. R. Videla (coautora) (2001), editorial Sudamericana, y Argentina. El siglo del progreso y la oscuridad (2006), editorial Planeta.

Título del libro y sostén: El enigma de Perrotta/ De hijo del poder a informante del ERP. La historia secreta del dueño de El Cronista Comercial desaparecido por la dictadura militar.

Fuente: elpuercoespin.com.ar