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PERIODISTAS, EN LOS SETENTA

A modo de retrato de los periodistas en el Congreso en los años de fuego de los setenta, entre agentes de los servicios con manto oficial de protección y queridos compañeros desaparecidos. 

Por Armando Vidal 

Eduardo Suárez era alto, morocho, linda pinta, tenía voz de tango, reía con facilidad y sonreía siempre. Lo secuestraron una noche a la salida del diario en el que trabajaba. Tenía 30 años y pertenecía, según se supo después, a la organización Montoneros.

Rodolfo Fernández Pondal tenía aire de locutor. Trabajaba en una radio y hubiera sido seguramente animador de algún programa televisivo. Tampoco a él le dieron tiempo. A los 29 años lo arrancaron hacia la muerte cuando, en plena dictadura, creyó que podía hacer periodismo militar.

En 1973, había otros periodistas, también jóvenes, como quien esto escribe, que sentía por el Negro Suárez una especial afecto. Ambos nos ocupábamos de la información del Senado, en cuya sala se disfrutaba un clima de camaradería, animado por un socialista casi delirante, José Pepe Treviño, también de El Cronista Comercial, como Suárez.

En esa sala estaban además Luis Sapag y Nelson Domínguez (La Opinión, el hijo del recientemente fallecido Felipe, el varias veces gobernador de Neuquén y el abogado laboralista defensor de los trabajadores de prensa), José Pachi Agromayor y el poeta Oscar Hermes Villordo (La Prensa),  Carlos Manuel Acuña (que entonces alardeaba de derecha y que después se corrió todavía más) y Mario Marito Pérez Colmán (La Nación),  Federico Vergara y Luis Gariboti (radio Antártida), Federico Bedrune y Oscar Lío Canaletti (Clarín), Marcos Diskin (La Razón),  y Néstor Macchiavelli (acreditado entonces por una radio de Coronel Dorrego).

Pasaron por allí  Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, periodistas y políticos uruguayos en el exilio, secuestrados y asesinados en Buenos Aires y Héctor Timmerman, el joven de rulos rubios de aquellos días, hoy el embajador argentino en Washington.

También estaba, como de perfil, quieto y generalmente callado, Edgardo Arribillaga (Mayoría). En contraste, siempre una carcajada al final de una frase, Alberto Vega ( ¿Mayoría, además de la revista Dinamis?).

En ese amanecer político con esperanzas y sombras que se hicieron tempestad los periodistas sólo hablaban de política entre íntimos. Eran reuniones por lo general animadas por el divertido Pepe, un poco el padre joven o hermano mayor de los muchachos, en el boliche de enfrente del Senado, que ya no está; tertulias con pan, queso y vino tinto por las tardes que nunca volvieron a repetirse.

La comunidad de periodistas, que iban, como ahora, de una a otra Cámara, era por supuesto mayor.

En Diputados tenían su base de acción Héctor Agulleiro (canal 11), Enrique Bugatti, Jorge Gómez López y Jorge Donoso (Clarín), Carlos Castro, que diez años después sería el vocero de campaña de Raúl Alfonsín y Juan C. Clemente (ambos de Crónica), Sergio Cerón (La Opinión), Ricardo Chamorro, Mario Nacinovich y Alejandro Rosiglione (Radio Rivadavia), Oscar Cortese, Josefina Ramos y Alem H. Fachenzo Herrera (La Razón), Silvio Huberman (radio Libertad), Jaime López Recalde (El Cronista Comercial), Emilio Petcoff (Télam), los hermanas Glauco y Roberto Ruggeri (radio Argentina), Humberto Delmelchiore (radio El Mundo), José Aristóbulo Soria (United Press), Arsenio Dotro (Saporiti), Sara J. Puyeta Videla Dorna (en una radio que no recuerdo), Angel Anaya y Enrique Maceira (La Prensa) y Franklin Rawson Paz, Jorge Migliora y el Pelado Vega (La Nación). También formaba ese plantel Eduardo Paredes, quien en 1974 pasaría a La Opinión y solía estar José Ignacio López, quien sería una década después el mejor vocero presidencial de por lo menos este largo cuarto de siglo cuando acompañó a Alfonsín, sin perder su credibilidad como periodista al volver a la profesión.

Faltan algunos nombres pero de la nómina de asociados al Círculo de Periodistas, que presidía Diskin, esos compañeros son los que recuerdo, además del Negro Suárez y del siempre inquieto Pondal.

Había algunos otros que se movían sin entrar en demasiada confianza pero tampoco sin dejar de estar cerca; eran los sospechados de pertenecer a los servicios, un asunto altamente delicado en días de pólvora. Alguno, incluso, participó de la gran fiesta en un barco especialmente contratado con la cual el Congreso celebró el centenario de sus sesiones ordinarias, en 1975.

Hasta allí llegó lo mío porque me fui del país y volví dejando la gerencia de radio Continente, en Caracas, por necesidad de vida aquí, pese a todo. Me alentó a hacerlo el embajador Héctor Hidalgo Solá, un radical que quiso fortalecer a la llamada línea blanda del Ejército y terminó siendo asesinado por la dura apenas vino él para asistir a un acontecimiento familiar, en 1977.

Después de ocuparme en Clarín de los asuntos políticos de otros países -y no de la política de los cuarteles argentinos-,  retorné al Congreso  en 1983 con la idea de que algo a nuestro alcance debíamos hacer para sumar algún grano de arena a favor de ese poder. Y como era el que más convencido estaba de que una de las barreras era impedir que se movieran entre nosotros agentes de los servicios camuflados de periodistas, presioné hasta lograr con otros entusiastas la sanción de un reglamento para el Círculo de Periodistas Parlamentarios, del que yo mismo me ocupé.

La guía inspiradora fue el de los periodistas del Círculo de la Casa Rosada pero el artículo 12 fue un aporte surgido de la indignación y el dolor en el propio Parlamento. Es el que impide a cualquier miembro del Círculo tener relación laboral con legisladores, bloques o Cámaras. Un modo de cortar cualquier abrigo protector a todo aspirante a espía a sueldo que viniera por ese lado, además de fijar un límite a periodistas que creen posible cobrar de sus fuentes.

Luego de la aprobación del estatuto, vino la elección con tachas en el Círculo, en la que el suscripto, candidato de la muchachada a presidente, terminó ocupando la última vocalía. Democrática y acatada decisión. Eso sí: servilletas no hubo en el Círculo, estaban afuera,  con el amparo de las propias autoridades que alentaban divisiones entre los periodistas como si fueran lo mismo trabajadores honestos que los informantes y corruptos.

Este dilema no ha cambiado.

Vale recodarlo un 24 de marzo, el día que el gobierno transformó en feriado cuando más que nunca debe ser un día de trabajo con los dientes apretados.

¿No es cierto, querido Negro Suárez?