A+ A A-

ESPECIAL PARA RECIÉN LLEGADOS

Estas reflexiones pueden ser de utillidad para recién llegados al Parlamento, sean o no periodistas. Fueron escritas para el anuario de una importante entidad que los agrupa el mismo año que el autor se retiraba del diario en el que trabajó toda su vida. Hola y hasta siempre.

Por Armando Vidal

El periodista parlamentario debe tener la agilidad que reclama una agencia de noticias, el estilo de redacción de un diario y la capacidad de análisis de una revista política.

Saber lo que pasa, atraer para enterar y profundizar para comprender demandan moverse para obtener información, cultivar fuentes y allanar el camino del historiador que todavía no nació. Ninguno como él –o como ella, para ser preciso- tendrá tan cerca su materia cotidiana de observación ni tan inmediatas las repercusiones y eventuales consecuencias de su trabajo.

No hay muros, ni puertas, ni torres de marfil que protejan, resguarden o al menos alejen a los cronistas parlamentarios de los ofendidos, enojados e indignados o, lo más seguro, de los simuladores de todo ello.

Entre todas las especialidades propias de su oficio, ese periodista es el único que ejerce su tarea donde soplan en bloque los vientos cruzados de las ideas políticas y pesan las ambiciones individuales, donde reinan las sumisiones al poder del otro y esperan sin manifestarse los dilemas de conciencia de algunos pocos.

Todo, en ese espacio físico de poco más de una hectárea considerado un poder de la República y que es una enorme olla en la cual bulle la política en su salsa.

Ese lugar que reúne lo mejor como posibilidad y lo peor hasta aquí como resultado (NdE: el balance fue realizado al final de 2008) es el Congreso de la Nación que tiene como asiento un Palacio, inaugurado el 12 de mayo de 1906 por el presidente José Figueroa Alcorta, el único en la historia argentina que fue titular de los tres poderes, el jurisconsulto a quien le rinde homenaje la calle en la que se levanta la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y que es el mismo –no un dictadorzuelo criollo- que dos años después cerraría la Casa de las leyes con los bomberos.

Esta referencia es inevitable en todo buen debate referido a la obediencia debida –en este caso la del jefe de bomberos que acató la orden- que no rige sólo para la vida militar de lo cual se tomó cabal conocimiento luego de la última dictadura.

También existe para la vida civil y en especial para los políticos que son los eslabones del sistema democrático.

En uno y en otro campo hay un límite infranqueable en el cumplimiento de una orden proveniente de un superior: es cuando se trata de una acción ilegal.

En la cocina parlamentaria, la obediencia ciega es un componente clave en toda receta de corrupción. Un antídoto natural en el recinto es la votación nominal. Y no siempre.

Construido por un soñador italiano asesinado antes de ver su obra terminada (el arquitecto Víctor Meano), el bello edificio -hermano mayor del Teatro Colón, del mismo autor- carga en su origen con generosas corruptelas que quintuplicaron su precio y motivaron una larga investigación que quedó en el olvido.

Si esa fue la semilla no deberían extrañar algunos de sus frutos. Y no por la venta fraudulenta de tierras en El Palomar, durante la llamada década infame cuando el Poder Legislativo era una parodia derivada del “ya votaste” que el matonismo conservador imponía en las urnas sino en años recientes.

¿Cómo explicar si no que se hayan sentado en las bancas varios diputados truchos, operativo del bloque del PJ, conducido por Jorge Matzkin, frustrado por la reacción de los periodistas parlamentarios? ¿O los sobornos del Senado durante el gobierno del presidente radical Fernando de la Rúa que todavía se investigan con aportes para la verdad provenientes también de periodistas?

El Congreso –al que se llega por voto de la gente- podría definirse como la muestra infiel de una sociedad que padece y espera un tiempo mejor, sin otro auxilio que el de su esperanza.

Por eso duele lo que hizo y no hizo desde 1983.

Asiento de un poder que sólo deja de ser virtual cuando enfrenta las crisis que generó por haber convalidado políticas erráticas del Poder Ejecutivo, el Congreso está en deuda consigo. Es lo que indica la experiencia en esta etapa de más de dos décadas de vigencia democrática.

En los asuntos políticos pasó con la crisis militar en 1987. En los asuntos económicos y sociales -en definitiva también políticos- pasó con la crisis política de 2001.

Poder de puertas abiertas para los lobbies, el Congreso es más una estación de paso de los políticos que lo integran que el lugar donde la República discute su destino.

En la Argentina –y no sólo aquí- carece de prestigio y simpatía popular y es persistente destinatario de reclamos populares que, generalmente, ni siquiera escucha. Teóricamente, los diputados representan al pueblo y los senadores a sus provincias.

En los hechos, los políticos se representan a sí mismos.

Con sus 257 integrantes, Diputados es la Cámara en la que gravita con mayor fuerza la oposición, en tanto que en el Senado, integrado por 72 legisladores, lo hace el oficialismo por ser la fuerza política en la cual el PEN sustenta su labor legislativa.

Diputados es el escenario en el que un desconocido puede llegar a alcanzar altos niveles de popularidad, según la huella que dejó el socialista Alfredo Palacios a principios del siglo XX.

El Senado suele ser el asiento de quienes fueron o serán gobernadores, tanto ayer como hoy.

Al Poder Ejecutivo Nacional lo expresa una persona, que además de ser el primer magistrado y el primer mandatario, es el político de mayor legitimidad, sea con el actual sistema del voto directo impuesto por la reforma constitucional de 1994 o con el viejo régimen a través de un colegio electoral.

Pese a todo, para un periodista que asume la historia como materia y la política como instrumento de la historia, el Congreso es un buen destino, especialmente para los jóvenes porque allí descubrirán el verbo ordenado de los hechos y podrán, como en una cátedra, seguir de cerca su curso.

No hay placer mayor que disfrutar de un gran debate que en otros tiempos era parte de la esencia y hoy, meramente, de las circunstancias.

De veterano, el cronista parlamentario sabrá por comprobado cuán alto es el precio de los silencios.

Un Congreso que calla es cómplice de estrategias de poder ajenas a la República.

Callar no es no sesionar: callar es no controlar al Poder Ejecutivo y al amplio mundo de sus negocios.

Ejemplo: la ley que consagra la sanción ficta –prohibida por la Constitución- según la cual si el Congreso no se pronuncia en sentido contrario en el término de 60 días queda firme el acuerdo realizado por una unidad especial del PEN con las concesionarias de los servicios públicos privatizados.

Es útil tomarlo muy en cuenta de entrada: donde hay silencio algo serio está pasando.

¿Cómo saberlo si las puertas están cerradas? Con un ojo en la oposición y en sus actores más dinámicos.

Todo gran columnista político será mejor si alguna vez y por algún tiempo pasó por la cobertura legislativa para atender el juego de las disidencias y consensos en lo que se relaciona con la génesis de ley o para seguir la dinámica de las pujas políticas en el amplio espectro en el que se instalan.

No hay otro periodista con tantas fuentes de información a mano ni ninguno como él que enfrente cara a cara su condición de crítico con los enojos o veleidades del blanco de sus críticas.

Está dicho: nadie escribe desde una torre de marfil sino desde el mismo campo de acción.

Los editores tienen una oreja en el Congreso pero los ojos siempre fijos en la Casa de Gobierno y en el Palacio de Hacienda, grandes proveedores de títulos muchas veces sobre hechos que se esfuman como letras de humo en el cielo.

Hay posibilidades de revertir en algo lo que también podría considerarse un reflejo en los comandos de los diarios provenientes de nuestra historia no tan remota cuando el Congreso era sólo ese edificio de aspecto grecorromano ocupado por soldados que lustraban los bronces interiores para quitarles el verde pálido del tiempo.

Y es presionar a los jefes para que se interesen en temas que serán noticias si los medios reparan en ellos. Proyectos y dictámenes conforman esa muestra de cualquier comisión de ambas Cámaras y a las que los editores únicamente suelen prestar atención cuando les ganaron de mano en otro medio.

Sólo el periodista parlamentario puede bucear en ese cardumen.

Cuenta con todas las posibilidades para hacerlo porque ya ni siquiera debe aguardar que lo llamen de su diario o agencia a la Sala de Periodistas como sucedía en el siglo pasado cuando no había celulares y estaba clavado en su silla.

Hoy es el más libre de los periodistas. Una libertad que debe cuidar proveyendo el mayor caudal de información que los editores valorarán rápidamente si tienen ellos mismos alguna experiencia parlamentaria.

Los enfoques caprichosos de embrollos parlamentarios nunca provienen de quienes conocen bien la labor del Congreso.

Pero aún así –pese a las preferencias contrarias del editor- el periodista parlamentario quedará aguardando que se repitan los momentos estelares que dan brillo a su cometido como es cuando las Cámara se iluminan y aparecen en escena los actores para las grandes funciones.

He allí un espectáculo único, el mejor que la República se reserva para sí misma porque representantes, símbolos, materias e ideas conforman lo que ningún Poder Ejecutivo de ningún tiempo ni de ningún lugar podrá: que hombres y mujeres de distintos orígenes políticos (y veces sociales) discutan la elaboración de una norma del Estado que pretende ser parte del futuro de la Nación en conjunto.

En la Casa Rosada hay periodistas con un campo de acción muy limitado que además reciben lo que generalmente ya está elaborado.

En el Congreso es todo lo contrario.

Amplio es el abanico de temas, tanto como la base de una pirámide por lo que solo habrán de emerger por su vértice más alto o sea según sea la voluntad del oficialismo y, en particular, del presidente de las Cámaras que le responden al Poder Ejecutivo.

El procedimiento reglamentario está en los textos y el no reglamentario en los usos y costumbres. Según las reglas, el proyecto debe ser considerado por la comisión (o comisiones) a la/s que fue remitido por las estructuras administrativas de cada Cámara.

Cuando el oficialismo quiere que el proyecto salga lo más rápido posible como suele pasar con los que reclama el Poder Ejecutivo lo envía a una sola comisión. Una vez aprobado en comisión y luego de un plazo de siete días hábiles para que el resto de los legisladores que no son miembros de ese grupo de trabajo tomen conocimiento del asunto y formulen sus disidencias y observaciones, el proyecto estará en condiciones de llegar al recinto.

Cuando el Poder Ejecutivo apremia, los oficialistas superan todos los obstáculos y no hay reglamento que se lo impida. Cuántos más oficialistas haya en un Congreso más fácil será la tarea de la Casa de Gobierno.

Cuando el presidente Carlos Menem con su ministro de Economía y Obras Públicas Domingo Cavallo impulsó en 1992 la venta de Gas del Estado y de YPF el justicialismo en la Cámara de Diputados no tenía quórum propio que entonces era de 130 (en la actualidad uno menos). Igual lo lograron: entre los persuadidos de entrada –lo que es hoy el kirchnerismo, por ejemplo- y los que se persuadieron después, las leyes salieron aprobadas.

Si el oficialismo tiene amplio control de ambas Cámara, un proyecto de ley puede ser aprobado en el curso de unas pocas horas porque se trata sobre tablas o sea tirado sobre el pupitre de la banca de quien lo proponga y pida la votación especial a ese efecto (los dos tercios de los presentes).

Un Congreso atado al poder de la Casa Rosada no es un Poder Legislativo sino más bien una fachada institucional en la que una oposición acorralada hará lo imposible para atraer la atención. He allí la razón de buena parte de los escándalos que tanto temen los oficialismos quizás porque ayudan a la memoria.

En el caso de sus propios proyectos una oposición sin número suficiente de componentes carece fuerza para instalar su tratamiento al extremo que el presidente de la comisión –lógicamente oficialista- podrá estirar tanto su consideración hasta lograr que el proyecto muera sin haber nacido. Es lo que en la jerga se llama “cajoneo”.

En cualquier situación, un proyecto aprobado en comisión no será con los miembros levantando la mano para señalar si se está a favor en contra sino que ello será resultado del número de firmas que el secretario de la comisión vaya recogiendo después, a lo largo de la semana tras buscar al legislador por todas partes.

No es eso lo que dice precisamente el reglamento en Diputados ni en el Senado donde todo, encima, es menos visible. Las reglas de la experiencia suelen ser personales. También aquellas que se vinculan con los campos específicos del trabajo de los periodistas.

Hay una sola clase de periodistas: los que saben. Son los que saben lo que pasa y lo transmiten del mejor modo posible. Los gráficos se diferencian porque son más, porque los beneficia una fama bien ganada por legendarios antecesores y porque realizan su trabajo como los enviados especiales a cualquier lugar.

Esos periodistas no comparten información para hacer del hecho una visión acordada y compartida pero no excluyen consultarse para precisar algún dato (y nunca si con eso se da una pauta de lo que se está haciendo o del enfoque con se lo encara), incluso en el momento en que están escribiendo. Los viejos periodistas generalmente olvidan nombres, los jóvenes algún episodio del pasado.

Lo ideal es que los periodistas que no trabajan para los diarios con las tensiones con que lo están haciendo en ese momento sus compañeros dejen que la Sala sea algo parecido a un taller donde se modela una materia hecha de palabras, de líneas y de exigencias del editor que está en el diario con la página abierta sin saber y por momentos sin entender qué es lo pasa.

En otros tiempos los diarios podían esperar. Ahora reclaman contar con la información cuando lo esperado todavía no pasó lo cual obliga al cronista a adelantarse a los hechos. No es este el problema de otros periodistas que en el caso de la radio dicen lo que transcurre o se apresta a transcurrir o de una revista que elabora todo después con la ayuda de los diarios. Escuchar al legislador que está hablando en el recinto según se aprecia por el circuito interno de TV o por los parlantes de audio es parte de esa carrera de los que trabajan para diarios y agencias.

Capaces de ordenar la vida ajena pero no tanto la propia, los periodistas prefieren que las diferencias entre ellos –que las hay- se vayan superando con el tiempo. A veces pelean sobre asuntos de fondo como cuando un sector minoritario pretendió modificar el reglamento que rige el Círculo de Periodistas Parlamentarios para que sus miembros estuvieran en condiciones de trabajar al mismo tiempo para legisladores, bloques o Cámaras. Fue cuando irrumpió el menemismo y todo parecía posible.

El Círculo de Periodistas Parlamentarios nació en 1953 pero su reglamento data de los días inaugurales del retorno de la democracia. El redactor del artículo que generó la polémica -el firmante de éste- lo concibió como un recaudo contra camuflados al servicio de de áreas determinadas de los gobiernos como la Side o los organismos de seguridad.

Lo hizo pensando en dos queridos compañeros de las crónicas parlamentarias de los años setenta que integran el centenar de periodistas desaparecidos. Jamás pensó –como luego fue- en evitar con ese requisito que el periodista parlamentario se transformase en un empleado rentado de sus propias fuentes.

Por eso, como en tantas actividades, el periodista parlamentario debe tener un salario digno: obligarlo a ejercer su ética en medio de grandes privaciones personales en la casa donde sobra lo que a él le falta es un verdadero desatino, además de un inmerecido castigo. ¿Cuál es la batería de trabajo de un cronista parlamentario? Algunas recomendaciones podrían ser útiles.

*) Una libreta de bolsillo para apuntes como los conceptos fundamentales de los discursos en el recinto que la experiencia indica deben ser tomados con letra clara o de imprenta. A la hora de escribir esas anotaciones podrán o no ser consultadas pero siempre servirán para fijar hitos de un largo debate. Los papeles sueltos sirven pero se desordenan a la hora de las consultas y, sobre todo, se pierden datos que la libreta preserva.

*) Aunque el uso de saco y corbata pueden parecer fuera de moda y gusto, los agentes de seguridad son lo primero que registran en caso de faltar, especialmente cuando un joven pretende trasponer una puerta y para colmo lo hace sin saludar. De más está decir que hay que portar documentos y credenciales. El Congreso es una casa abierta y especialmente para los periodistas pero no tanto como para hacerlo sin cumplir con requisitos mínimos.

*) No olvidar la tarea de las comisiones para lo cual hay que recorrerlas y hablar con sus secretarios. Allí se encuentra la razón misma de la tarea legislativa. Saber lo que pasa en las comisiones, conocer los proyectos en discusión y seguir de cerca las reuniones es anticiparse a lo que habrá de pasar en el recinto. Y por lo tanto ganar valiosos minutos a la hora de los cierres de los diarios cuando el editor está como loco y roncan en punto muerto los camiones ansiosos de entrar en carrera con el reparto del producto.

*) Saber competir con dientes apretados, oídos atentos y mirada certera. Y hacerlo en un clima de amigos, entre buenos compañeros y mutuo respeto. La información es pública pero el tratamiento es privado. Y no hay que abandonar jamás al necesitado ocasional porque nada excluye la solidaridad entre los trabajadores de prensa aunque diriman con lealtad.

*) Tomar posición frente a los temas lo cual obliga conocerlos. Tener presente que los sectores en puja procurarán gravitar sobre él. Lo harán en el recinto cuando cada uno a su turno los presidentes de bancada cierren el debate antes de la votación –el último es el oficialista- con el propósito de generar la mejor imagen pública a través de los medios. Y lo harán probablemente también después en la propia Sala de Periodistas porque lo que está en juego –ya no la ley controvertida que se supone el oficialismo logró haciendo valer su peso numérico- sino el veredicto acerca de quien se impuso en el debate político.

Algunos envían emisarios para saber cuál es el espíritu que flota en la Sala, cometido que un periodista que oficia de vocero de un legislador o bloque procura eludir porque sabe muy bien cuáles son las reglas del juego. El respeto mutuo entre periodistas que por razones circunstanciales están en lados distintos del mostrador transforma al portavoz o jefe de prensa en auxiliar del cronista que, a veces, prefiere utilizar esta vía para saber lo que el legislador ignora o calla. Los periodistas que violentan esta regla o no lo son o se transformaron en otra cosa.

*) Respetar las fuentes. Jamás revelarlas. Una buena fuente ve el interés de lo que puede ser noticia en reuniones reservadas que registra con memoria fiel según el cronista podrá comprobar a lo largo del tiempo.

En la crónica parlamentaria quedó grabada la reacción de un presidente de una Cámara que enojado con un periodista fue casi corriendo a la Sala apenas acabó de leer su discurso en el recinto, luego de haber asumido por un año más el alto cargo. Lo hizo para gritarle que sabía cuáles eran las fuentes de la información que tanto lo perturbaron, a cuyo efecto nombró dos diputados que por, supuesto, no tenían nada que ver.

Fue en el año del escándalo del diputrucho, sesión del 26 de marzo de 1992 que el agresor presidía y, pese a lo cual, fue reelecto como presidente en las sesiones preparatorias de fin de año. Ese mismo día, un rato después del tenso episodio, la comisión del Círculo de Periodistas Parlamentarios –presidido y dirigido por periodistas mujeres en sus cargos más importantes- declaró al prepotente “persona no grata”.

Y como una Sala de Periodistas es una embajada de la libertad de información, especialmente en el Congreso, Alberto Pierri –que de él se trata- no volvió a pisarla. Así se coronó el año de los escándalos en Diputados porque también tuvo lo suyo la privatización de YPF en el mes de la primavera.

*) La televisión, como en la transmisión de los partidos de fútbol, es de gran importancia en el Congreso. En el detalle, es insuperable como aquel día en que el diputado radical jujeño Alejandro Nievas (h) entró por una ventana a la sala de Periodistas para encarar al pampeano Jorge Rodriguez, en esa etapa jefe de gabinete de ministros de Carlos Menem, que hacía declaraciones luego de una sesión con final de bochorno.

Un veterano periodista ubicado a un metro a las espaldas de los contendientes siguió el diálogo en vivo y en directo. Pero a través de las imágenes y audio de un aparato de televisión cercano tal como lo estaban haciendo en ese momento los televidentes de Ushuaia o La Quiaca.

Esta útil herramienta carecerá siempre de la visión de un cronista realizada desde el palco aunque instale allí mismo cámaras y trípodes –como suelen hacer los que llegan sin saber que los espacios de los periodistas acreditados deben respetarse- porque a la hora del balance pesarán un poco más los textos de los diarios que habrán usado e incluido a la televisión como parte del espectáculo.

Conclusión: el mejor Congreso es un Congreso vivo, no muerto ni sometido por el Poder Ejecutivo.

Un Congreso participativo, amplio, con representaciones políticas derivadas del seno del pueblo y no de sellos y en el que el debate no sea el fin sino el medio.

Un Congreso que sea motivo de orgullo de la República y de su gente y que se gane las páginas de los diarios por las muestras de su poder al servicio de los ciudadanos y no por las de sus vergüenzas.

No sólo los grandes medios de comunicación tienen mucho que ver en el cometido sino también los docentes, organismos no gubernamentales, sociedades sin fines de lucro y, naturalmente, los periodistas que trabajan y sueñan por un país mejor sin edades ni experiencias que los diferencien.  

Fuente:  Anuario de Fopea, 2009.