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PRIMERO TE TANTEAN, DESPUÉS TE RESPETAN

La mayor composición de la vida política del Congreso de la Nación la conforman los legisladores del interior que en el caso de Diputados suelen ser independientes de los gobernadores de sus provincias. Uno de ellos es el autor de esta nota. El mejor retrato de cómo nace un político criollo.

Por Héctor Dalmau

"Cada comarca en la Tierra tiene un rasgo prominente..." decía el poeta Luis L. Domínguez (1819/1898). Nada más cierto. Lo comprobé como director de una escuela en la selva, a la que llegué con veinte años, y una esposa ya mamá de dieciocho. Selva, desamparo y escasos pobladores.

 

Muy poca gente en quince kilómetros a la redonda, poca pero decidida a no dejar que esa pareja de maestritos, llegada desde Concordia, Entre Ríos, huyera despavorida al encontrarse sin nada en medio de la nada.

En un día dispusieron que un viejo galpón para secar tabaco, se transformara en escuela, y que una tapera falta de tablas, fuera emparchada para hogar provisorio de los docentes, todo alejado de un caserío llamado Campo Ramón, hoy una ciudad misionera (*).

Un comienzo incierto que –quién lo hubiera dicho- fue la estación inicial y final de mi carrera docente.

Camino del destino en el que muy útil resultó tener como suegro a un jubilado subcomisario de la “Policía de los Territorios Nacionales", conocedor como nadie de esas selvas y los seres que las habitan, quien la noche anterior de la partida me entregó un revolver de caño corto pero de grueso calibre diciéndome:

- No te apartes de él nunca, y si tenés que usarlo pensá que el que sacá tira o muere. Así que cuidá las balas que son especiales, ya que me las hace un viejo camarada especialista en armas y municiones...

Balas especiales, pensé sin preguntar nada.

Ya en funciones docentes en el galpón, con los vecinos decididos a construir la escuela, nos reuníamos los sábados en el espacio elegido mientras las mujeres cocinaban “ una gallinada”, que no pasaba de ser un guisote de fideos y gallinas ofrendadas para tan noble causa. Esperar algún apoyo estatal era una utopía.

Los hombres nos dividíamos entre apear árboles de buena madera a pura hacha y aserrarlos en el lugar tabla por tabla y los otros, entre los que me contaba, dedicados a lo que llamaban la  descoivarada, o sea darle al machete y azadón para limpiar el terreno.

Todo aprovechando las horas de la mañana, reunión que denominaban ayutorios porque era un trabajo colectivo, especie de club social de los montes, en cuyo almuerzo no podía faltar un vinito, que la mayoría de las veces es el causante de graves problemas, por aquello no regional sino tanguero de que “nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”.

Por eso después de “ gallinear y vinear”, para evitar problemas no se trabajaba por la tarde, que se pasaba buena parte hablando de asuntos  propios de los lugareños como los descomunales pescados que, como asegurase don Delicadencio de Souza, al describir que el manguruyú que él pescara en las correderas del río Uruguay, era tan grande, tan grande que “que cuando llevo a revelar la foto; el negativo pesaba tres kilos”.

O bien, Anacleto, gran cazador –mejor dicho, gran relator- porque un puma y/o yaguareté, siempre se le escapaban heridos, sin darle la posibilidad de mostrar el cuero, para certificar su hazaña. Y eso sin mencionar a " la Loreta", que siempre hablaba de " la Pora" ( fantasma) que se le aparecía cada una noche de luna nueva.

En fin, entre mentiras y sucedidos, la cosa siempre rondaba el asunto de las armas, que  antes del encuentro, dicho sea de paso, cada cual había dejado escondida en algún lugar cercano del monte, por las dudas.

Así fue como una de esas tardes, los cuentos describían la puntería de los reunidos, con las escopetas y los revólveres, sin faltar los relatos de quien presumía de matar tucanes y otras aves en pleno vuelo con su 44-40.

Como la veía venir, le dije a mi señora que se fuera con la nena a nuestro ranchito distante unos dos kilómetros por la picada, y me quedé a esperar el momento de mi “tanteo”, que sabía que tarde o temprano ocurriría, por eso de las culturas de cada lugar, ya que cuando los lugareños reciben a alguien nuevo, con cierto poder o jerarquía, es de práctica que se lo mida hasta donde se sabe hacer respetar.

Es como el bautismo de los recién llegados.

Yo había presenciado, como lo tanteaban a un agente de policía recién aparecido en la comisaría del pueblo, en uno de los bailes que organizamos para recaudar fondos para la escuela, al cual el  taita de la zona le buscó pleitos para ver como reaccionaba, y si era digno de respeto, una especie de examen; que el miliquito pasó con diez felicitado: Ya que para sacar el sable, y marcar en la espalda del atrevido el “Sean eternos los laureles que supimos conseguir”, calado en su hoja,  no gastó ni tres segundos.

Mi señora y la nena, apenas se habían perdido picada adentro, cuando el Agripino, un afro-guaraní, nacido en Brasil, me pregunta:

 - ¿Y usted, maestro me imagino que tendrá revolver y buena puntería?

- Revolver tengo, pero puntería no sé.

Y tras cartón, el desafío:

- ¿Qué le parece si jugamos a la puntería, contra las botellas?

- Siiii-, dijeron todos los demás, en fa bemol sostenido, como si fueran los Niños Cantores de Viena.

Tratando de demostrar serenidad, les dije con humor: ¿Y si usamos unas damajuanas...? mientras encaraba con todos los miedos del mundo a internarme en el monte para sacar del escondite mi revolver, sin acordarme de las balas especiales de las que hablara mi suegro.

Lo que siguió hasta cierto punto fue de manual: establecer un juez, darles las balas para que la reparta de a dos a cada uno en cada turno; dos disparos, siempre para el lado en que la selva se zambullía en la hondonada, para que los tiros no hieran a nadie que podría andar por ahí; el blanco era una botella a unos quince metros sobre un toco de madera, con los asistentes y participantes que esperaban su turno detrás del tirador.

Tarea para la que no hay ley escrita, ni menos publicada en Boletín Oficial alguno, sino una práctica por cuenta y cargo del capo de la zona,  en la ocasión el Agripino, quien se ubicó anteúltimo en la lista, dándome así, en mi carácter de  testeado, el honor de cerrar las rondas.

Colocada la botella de Tunquelén, una mezcla de jugo de remolachas, con alcohol de quemar, con uvas en la etiqueta saludando felices desde la cordillera, sobre el sobrante de un árbol asesinado para hacer paredes, se largó la competencia.

Apunta el Casimiro, dispara y le saca astillas al tronquito; luego el Negro Díaz que al parecer ya veía doble, y le pegó a la botella que no era,  distante varios metros de la correspondiente, lo que hizo reir a todos; después el Toribio, que sacó astillas al lado del recipiente y el afroguaranítico, quien cual si fuera un John Wayne del subdesarrollo, se plantó abierto de piernas, apuntó, tiró y erró; al parecer, ni cerca le anduvo..

Eso me serenó bastante, ya que sin dudas yo tampoco acertaría, dado jamás había disparado un tiro, ni con una pistola de agua en carnaval. Y  menos con ese revolver y sus  " balas especiales" que no pensaba malgastar. Así fue que siguiendo el consejo del suegro policía,, al tocarme el turno, sustuve bien fuerte con ambas manos ese Smith & Wesson, calibre 38 largo de caño corto, tratando de imaginar al tronquito como si fuera una persona y apuntando al ombligo, para que el tiro le pegue sí o sí, apreté tanto los ojos como el gatillo y... ¡Brummm! ¡De la botella, no quedó ni el olor al vino!

Hasta las urracas se silenciaron, y yo conteniendo la respiración, no vaya a ser que el “Agri”, se ponga loco. Sin salir de mi asombro, y calladito, como amante en un ropero ajeno, me senté sobre los yuyos a esperar la segunda vuelta.

La cosa fue un calco de la anterior, y eliminados los actores de reparto, quedamos “El Terror de esas selvas”, que arriesgaba su liderazgo y no podía fallar” y yo que me había decidido a tirar hacia cualquier lado para no complicar más la cuestión.

Demostrar que donde ponía el ojo, ponía la bala, era más peligroso que gritar un gol contra Chacarita en la tribuna de los Funebreros.

La cuestión que deseando que el afroguaraní acierte y convencido de hacer todo para que mi disparo pase lo más lejos posible de la nueva botella; ya transformado en hincha de mi contendiente presencié sus preparativos, en medio de un silencio sepulcral. Disparó el hombre y se fusionan tres ruidos: el del disparo, el de la botella hecha polvo  y su “sapucay” de triunfo que, seguro, se escuchó en Porto Alegre.

Tratando de que suavizar el clima, le tiendo la mano y le digo:

 - Empatamos.

- ¡En el monte selva no hay empates, maestro!-. respondió tajante.

Me dejó frío. Con la seguridad de que estaba por hacer lo correcto al tirar para cualquier lado, miré a la botella, y con una sola y temblorosa mano, apuntando para cualquier lado y apreté el gatillo. No les puedo describir lo que es sentir, como si una aguja de hielo, descendiera desde el cerebelo, recorriendo la espalda, por el centro mismo de la médula hasta su unión con la culminación rectal, al ver como esa maldita botella se transformaba en ex. ¡Otra vez le di al blanco!

Mi fábrica de ideas y reacciones entro en paro por tiempo indeterminado, mi corazón funcionaba como un motor “V8”, con el árbol de levas cruzado, y en ese estado escucho alguien que aplaude, creo que no me hice en los pantalones de casualidad, y cuando me doy vuelta para que no me maten por la espalda veo que el aplaudidor era el Agripino.

Los vecinos, se fueron alejando de a poco del centro de la escena y tratando, de pasar inadvertidos, se mimetizaban con el monte hasta desaparecer, mientras, sentado en el suelo, mi derrotado adversario, me pregunta, con cierta displicencia:

-  ¿Donde aprendió a tirar?

- En el quinto año de la carrera de maestro, nos llevaban a aprender, al Tiro Federal Argentino de Posadas, mentí.

- Me imaginaba… ¿Y para el cuchillo es igual?

- No, - le respondí-, creo que con el revolver sobra para defenderme. (Volví a mentir).

- Se equivoca maestro.

- ¿Por qué?

- Estamos en la selva, y si usted se pelea con alguien que tiene cuchillo, el revolver no le servirá de mucho.

- ¿ Y por qué?

 - Porqué los árboles, y la espesura, le posibilitarán al otro moverse como un yaguareté para sorprenderlo y ensartarlo.

- ¿Será asi?

- ¡Es así!

- Puede ser. Pero yo no creo que se dé una posibilidad, de tener una pelea en la selva, y en el restoo, con el revolver me sobra ante cualquier cuchillero.

- ¿Probamos?

- ¿Sos loco?

- No. Lo hacemos como un juego; usted con el revolver descargado; y yo con la vaina, que el Cambá se quede con sus balas y mi cuchillo.

- ¡Meta!, dije.

Tras eso, se armó un círculo, y en el medio, como si fuéramos gallos de riñas, comenzamos el duelo.

El Agripino, me parecía un puma, que casi arrastraba el pecho, zarandeándose, como Del Potro, a la espera de un saque de Nadal, pero mucho más agachado: Y yo medio de lado, con el hombro derecho algo adelantado, ya que el revolver lo tenía a mi izquierda y también para ofrecer menos blanco. Cuando el Camba dijo “tres”: un alarido infernal me aturdió, y en segundos sentí la vaina en mi cuello.

Menos mal, todo volvió a la normalidad. Ganó él. 

El Agri siguió siendo respetado, y yo me alcé dos socios fieles. Uno, el propiol Agripino (al que nunca le conté que esas balas tan especiales estaban llenas de milimétricos perdigones). Y el otro, un cuchillo, que me hizo un herrero del paraje, trabajando una hoja de elástico de un auto, con el cual casi produzco un desastre nacional.

Pero ésa se la cuento en otra ocasión.

(*) El autor omite decir que en Campo Ramón, hoy una poblada ciudad, hay una importante avenida que lleva su nombre. Tampoco recuerda aquí fue maestro y director durante veinticinco años de esa escuela, luego de lo cual ganó las elecciones y fue intendente de Campo Ramón, diputado provincial (presidente de la bancada del Frejuli), dos veces diputado nacional y subsecretario de Medio Ambiente del gobierno nacional en la primera gestión de Carlos Menem, en la que terminó denunciando ante la Justicia  por corrupción a la titular de la cartera, María Julia Alsogaray.