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PUCCIA Y LA INJUSTICIA SOCIAL

La vida del reconocido historiador Enrique Puccia (1910/1995) incluye  en el último de sus libros un capítulo personal en el albor de su adolescencia. Aquí, el autor de este artículo se ocupa de describir el mal trato de un patrón desalmado contra el adolescente Puccia, hace justo un siglo atrás, tiempos carentes de todo derecho laboral, tiempos que amenazan volver.  

Por Lucas Yañez (*)

El 14 de noviembre de 1910, nació Enrique Horacio Puccia. Sus contribuciones a la historia local de su Barracas natal y de la ciudad de Buenos Aires llevaron a que la fecha de su nacimiento fuera instituida como Día del Historiador Porteño. Su obra más difundida y consultada es “Barracas 1536-1936: su historia y sus tradiciones”.

El libro es un amplio recorrido por la historia del territorio de las Barracas, los sujetos sociales que la poblaron en distintas épocas y su participación en los procesos históricos de la ciudad de Buenos Aires, la campaña bonaerense y lo que con los años será la Argentina.

Menos conocida, pero no menos interesante, es su obra póstuma, que don Enrique no llegó a ver publicada: “La cuadra de los locos”, un ejercicio de escritura autobiográfica y memorias en el que se nos presenta como un narrador participante en la vida cotidiana de Barracas, sobre todo en su niñez y juventud, lo que nos permite conocer como era vivir en un barrio de las orillas de la ciudad y las transformaciones que suceden en su geografía.

Ello, entre los años posteriores al primer Centenario y los previos al primer golpe militar que sufriera nuestro país (6/9/1930, segundo gobierno del presidente radical Hipólito Yrigoyen), que coinciden con la década que Enrique Puccia vivió en un conventillo en la ex calle Vieytes –hoy Ramón Carrillo- al 500. La cercanía con los hospitales neuropsiquiátricos le daban el nombre a la cuadra.

* La incorporación al mundo del trabajo

Uno de los capítulos de “La cuadra de los locos” lleva el sugerente título de “La primera injusticia” y comienza con una descripción del inicio de la jornada laboral, “En Barracas, el silbido de las sirenas de las fábricas (…) anunciaban el comienzo y el cese de las labores del día, regulando de ese modo la jornada que cumplía el obrero, la obrera. (…)

En esos lapsos, de las casitas y de los inquilinatos (…) salían en bandada hombres y mujeres (…) marchando ansiosos de no llegar con retraso a sus puestos, y abandonarlos horas después, ávidos de retornar a sus hogares en busca de un reparador descanso” (1). Inmediatamente después, Enrique cuenta que al finalizar sus estudios primarios, sus padres lo envíaron a Tandil a pasar el verano a lo de unos parientes.

Volvió muy animado por la experiencia que acababa de vivir pero se encuentra con una situación familiar que lo transforma. No se detiene en detalles (ero podemos deducir de la lectura que un socio de su padre lo dejó “de garpe” con unas cuentas y pagos, lo que obligó a la familia a tener que desprenderse de unos bienes -terrenos en los que esperaban algún día edificar la casa propia y joyas de la madre de Enrique- que habían logrado reunir como pequeño capital para afrontar las deudas.

A pesar de sus trece años recién cumplidos, Enrique Puccia dio muestras de madurez cuando se plantó frente a sus padres y los convenció de postergar sus estudios secundarios y comenzar a trabajar cuanto antes, para colaborar con la crítica situación económica familiar.

* El aprendiz

Luego de algunas consultas con conocidxs, Enrique será aceptado como aprendiz en un taller metalúrgico ubicado en la esquina de las actuales Hornos
y Suárez. Las tareas que le asigna el patrón eran pesadas para alguien que dejaba  la niñez para ingresar a la adolescencia. La entrada era  a las 7 de la mañana; debe limpiar la oficina del patrón; luego ir al taller a esperar las indicaciones de los oficiales, que lo requerían para que les acercara una herramienta aquí o una pieza allá; si el patrón consideraba que no estaba haciendo nada, lo ponía a lavar su automóvil particular o la camioneta del taller.

También tenía que llevar y traer piezas de bronce o de hierro que se mandaban a moldear a una fundición, distante varias cuadras del taller. Sobre estos mandados, Enrique cuenta que “(…) pesaban muchos kilos (…) debía cargarlas al hombro dentro de una bolsa, y como tenía que dejarlas en el suelo cada cincuenta metros para ‘resollar’ un tanto y recuperar fuerzas, me veía precisado a pedirle a algún transeúnte que me ayudase a ponerlas nuevamente sobre mis hombros” (2) .

La jornada laboral se interrumpía a las 11 y se reanudaba a las 13 hasta las 17. Sin embargo Enrique debía repasar las máquinas y barrer el taller en cada corte, para que estuviera en condiciones de retomarse el trabajo con la mayor pulcritud posible.

Corría el año de 1924, no regía el “sábado inglés” en el taller por lo que a las 17 de cada sábado Enrique aún debía hacer una limpieza en profundidad que incluía: barrer el piso de tierra; juntar las virutas de metal en un tacho; limpiar de grasa las fresadoras y los tornos con estopa embebida en querosene y, finalmente, regar el piso para que la tierra quedara asentada.

¿Cuánto cobraba Enrique por todas estas responsabilidades? Durante los dos primeros meses, nada, porque el patrón aceptó tomarlo a condición de que fungiera de aprendiz sin goce de sueldo. No obstante, Enrique no perdía el entusiasmo, quizás soñando que su suerte cambiaría al finalizar el período de prueba. Alegremente, antes de salir, se manchaba la cara con grasa, para que al regresar a su casa lo vieran como un operario que volvía con la prueba de su trabajo en el rostro.

Ese mismo entusiasmo lo llevará a inscribirse en un curso teórico-práctico de técnica mecánica en nuestra querida Sociedad Luz, por lo que dos veces a la semana, Enrique volverá a casa entrada la noche.

Cumplido el plazo de prueba, llegó el día de pago de la quincena y una mezcla de ansiedad y euforia se apoderó de Enrique, sensaciones que se fueron apagando primero, cuando palpó su sobre y segundo, cuando contó tres pesos con sesenta centavos de jornal, a razón de treinta centavos por día de trabajo.

Tuvieron que pasar dos meses más para que el jornal llegara a los cincuenta centavos diarios. Para entonces Enrique podía alternar sus tareas de limpieza y mandadero con el manejo de alguna de las máquinas del taller.

* Accidente de trabajo

Sucedió entonces la renuncia del peón de fragua, encargado de golpear con la maza las piezas al rojo vivo para moldearlas. El patrón mandó a nuestro joven aprendiz a cubrir ese puesto. Ambos comprenden que la situación puede ser una oportunidad: para Enrique de lograr un puesto de trabajo efectivo y un nuevo incremento salarial; para el patrón, por el contrario, era cubrir la labor de un peón, pagando un jornal de aprendiz.

La cuota de sensatez la aportará el oficial de la fragua quien, preocupado a la vez porque el ritmo de trabajo no decaiga y el aprendiz no se lesione en una labor que claramente lo supera, repetirá:

-¡Pero pibe… vos no podés hacer este trabajo! ¿No ves que la maza pesa más que vos?” (3)

Diez días duró Enrique en la fragua. Tuvo que volver a las tareas de limpieza con las manos ampolladas de tanto darle a la maza. Enrique describe su salida de la fragua una tarde gris, lluviosa y fría. Puede que su estado de ánimo haya contribuido a reforzar esa pesadez. Pero también cuenta que el taller en sí era un lugar oscuro por la disposición del patrón de sólo encender las luces que estaban sobre los puestos de trabajo.

En esa oscuridad de ánimo y de ambiente, un oficial tornero le pidió a Enrique que le llevase urgente una planchuela. En el camino, Enrique no reparó en un hierro “L” que sobresalía de la pared, y literalmente se lo tragó. De su boca brotó sangre a chorros y sintió como el labio superior le colgaba pesadamente.

Enterado del accidente, y sin una pizca de empatía, el patrón se limitó a mandar a Enrique a la farmacia de la esquina de Suárez y Montes de Oca. No autorizó a nadie a que lo acompañase. Tampoco le dio dinero para pagar la curación. Con buena voluntad el farmacéutico limpió, desinfectó, vendó la herida y tranquilizó a Enrique con que no debía nada pagar por la atención. Tres días permaneció Enrique en su casa, alimentándose con líquidos a través de una bombilla que sorbía de costado.

Aún sin estar del todo recuperado, Enrique volvió al trabajo. Esa quincena, de los seis pesos que le correspondían, recibió cuatro con cincuenta centavos. El patrón le había descontado los tres días que estuvo convaleciente.

* ¿Volver al pasado?

A pesar de la distancia -pasaron casi cien años-, quizás podamos entablar un diálogo desde el presente con el relato de Enrique Puccia. Si nos preguntamos qué es eso de la “meritocracia” que repite como un mantra el sector derecho del arco político, podemos ver que Enrique se esfuerza en “hacer méritos” para ganarse un puesto de trabajo soportando tareas que estaban, incluso, más allá de su fuerza física. Recordemos que acaba de cumplir trece años.

Ese esfuerzo de quien se está incorporando al mercado laboral recibe como contraparte el abuso del dueño del taller que se aprovecha de la necesidad de Enrique y lo recarga de tareas, le extiende la jornada laboral y no retribuye su trabajo con una paga justa. Recordemos que el episodio sucede en 1924. Faltaban por lo menos veinte años para que los derechos de trabajadores y trabajadoras fuesen incorporados a los estatutos de trabajo o convenciones colectivas que regulen las relaciones entre capital y trabajo. Y que faltan veinticinco años para que los derechos del trabajo sean por primera vez reconocidos en la Constitución Nacional.

Estas incorporaciones, que podemos considerar justas, no serán graciosas concesiones de los patrones –como el del taller en el que trabajaba Enrique- sino que serán conquistas de la larga lucha de trabajadores y trabajadoras y sus organizaciones sindicales, por mejores condiciones de trabajo, jornadas laborales limitadas y retribuciones justas, vitales y móviles.

El lugar de Enrique y de cualquier persona de su edad, debe ser la escuela. Ya en aquella época los discursos de los sectores elitarios dirigentes pregonaban el papel central de la educación en la formación de ciudadanía. Pero no todxs podían acceder a la educación formal en el primer tercio del siglo XX.

Aparecerán entonces opciones desde las organizaciones de los sectores populares y de trabajadores que se ocuparán de educar y formar a la clase para mejorar sus competencias laborales y, a la vez, para adquirir conciencia de su rol histórico como sector social capaz de conquistar derechos y transformar las relaciones sociales.

La Sociedad Luz Universidad Popular es una herramienta educativa fundada en 1899 por militantes socialistas con esos objetivos de educación y formación de trabajadoras y trabajadores, que todavía se empeña en cumplir con ese mandato.

Podríamos seguir buscando elementos para traer el relato de Enrique al presente, pero quizás todo se pueda resumir en el papel que juega el Estado en las relaciones entre los sectores sociales. El debate sobre ese rol  parece haberse reeditado en el último tiempo, aunque es posible que nunca se haya ido del foro público.

Hay quienes añoran y proponen un regreso a una Argentina de principios de siglo XX, detrás del mito del “granero del mundo”, con un Estado subordinado a los sectores vinculados al mercado mundial que demandan de nuestro país materias primas baratas. Ese Estado subordinado, pequeño, no necesita de un Enrique en la escuela, formándose y desarrollando sus capacidades para aportar a la construcción de una Nación industrializada y desarrollada; poco y nada le importará a esa construcción política que a la salida de la escuela primaria los y las adolescentes sean víctimas de la
explotación de cualquier patrón de taller.

Y, aunque pasaron casi cien años desde entonces, y los derechos de lxs trabajadorxs, de las niñeces y de la ancianidad fueron conquistados, pueden
perderse si no se defienden.

En su momento, uno de los candidatos a Presidente proponía un Estado presente, con Educación, Salud y Servicios Sociales gratuitos y al alcance de todxs, y un proceso industrializador a partir de agregar valor a los inmensos recursos con los que cuenta la Argentina.

Por el contrario, el otro candidato finalmente triunfante, hablaba de volver a ese país agro exportador, subordinado y subdesarrollado de comienzos del siglo XX. cuando todxs lxs adolescentes de trece años, en lugar de ir a la escuela a construir y perseguir sus sueños de futuro, se hallaban bajo la amenaza de ser explotadxs en oscuros talleres por oscuros patrones.

(1) Puccia, E. H., “La cuadra de los locos”, Bs. As., Asociación Fraga, 2005.
(2) Ídem.
(3) Ídem.

(*) El profesor Lucas Yañez es el director del Archivo Puccia