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EJEMPLOS DE VIDA EN LA ARGENTINA DE HOY

Tres meses de relación diaria de un abuelo de varias décadas con dos jóvenes obreros de la construcción conformaron un juego de espejos entre dos tiempos de una misma y diferente Argentina. Vean si no.

Por Armando Vidal

Uno, rubio de ojos verde claro, casi 1,90; el otro, pelo negro con suaves rulos, piel también blanca tipo sueco, igual de verde claro los ojos, 1,85; carilindos y bien vestidos, parecían dos turistas extraviados.

 O, mejor, dos modelos de TV esperando el camión de exteriores.

El viejo que se plantó frente a ellos, en el lugar exacto donde esperaba a dos albañiles para realizar una obra que significaba desmontar su refugio de estudio para transformarlo en un hogar para el menor de sus hijos, les preguntó de dónde venían y a qué venían. ¿Tango? ¿La Boca? Se miraron sorprendidos.

- ¿De dónde son?-, simplificó.

- …., volvieron a mirarse.

- ¿Escandinavos? ¿Rusos?

 - Noo-, dijo el más alto con cierta molestia y tono de Tevez antes de viajar a Europa.

- Somos argentinos-, remarcó.

Así comenzó una relación entre Sebastián, 17 años, el rubio; Mario, 20 (él declara 21) y el veterano de varias décadas que los tomó como exponentes de una Argentina igual y diferente a la que conoció cuando tenía la edad de esos muchachos.

 - Pasen-, les dijo y subieron escaleras hasta llegar a un departamento que dejaba al descubierto ambientes parcialmente desmantelados y otros que, todavía, tenían bibliotecas, pilas de diarios, sobres cargados, revistas, computadoras y cuadros como señal de resistencia.

Era el martes 25 de marzo. - Un buen día para comenzar a construir el futuro-, les señaló, dando pauta de su interés de estar con ellos y sobre todo de hablar con ellos en ese viaje que para él era un viaje hacia el pasado.

Allí estaban las fotos de Perón, las de Evita, las fotos de Perón y Evita con su viejo.

- ¿La conocés?-, le preguntó a Sebastián.

Sebastián miró a Mario.

 - Evita-, susurró Mario.

Les dijo que Perón y Evita quedaron en el recuerdo del pueblo por haber defendido a los trabajadores y los sometió a que adivinaran cuál era su padre en una foto en la que está al lado de Evita, todos hombres de impecables saco y corbata.

Como tantos otros sometidos a la prueba, no acertaron.

Primero eligieron a un rubio alto, de bigotes tipo Errol Flynn (¿quién? Se hubieran burlado los hijos del viejo), que estaba atrás;  después a un alto engominado, también atrás; luego a un bajito (¿José Espejo?), que estaba al lado de Evita, a la derecha y finalmente a otro alto y parecido –y quizás era- el temible ministro Ramón Subiza, a la derechal supuesto Espejo.

- No-, les señaló, yo soy hijo de este morocho, un negro peronista, que fue un dirigente gremial, pobre y humilde como eran todos cuando yo era chico. Los pibes ya sabían dónde estaban y con quién estaban.

El viejo, en cambio, sabía menos.

* Viaje y rutinas

Con el curso de los días fue aprendido que esos chicos venían de lejos, un par de estaciones pasando Ezeiza, a treinta cuadras de donde vivían, lo que los obligaba a tomar un colectivo para llegar al tren que los dejaba en Constitución y luego caminar un kilómetro para llegar al nuevo lugar de trabajo.

Apenas llegaban –tipo 8 y algo- se ponían a trabajar, lo cual debió ser de inmediato corregido para no generar ruidos en horas inapropiadas.

 A los pocos días, el hombre, transformado ya en abuelo, los esperaba con el termo de agua caliente que traía de su casa y algo para comer –galletitas, facturas, cremonas, etc- y la lección repetida de que debían lavarse las manos y tener un rincón apartado para ellos a cuyo efecto dispuso de una mesa plegable y sillas apilables.

“Charlen, tomen mate, coman, que nadie los apura”, les decía.

Inútil.

Al rato, una medialuna mordida estaba al lado de la cuchara de revocar y el azúcar departía con la arena.

- Los trabajadores deben aprender a cuidarse. Ojo, que el cuerpo tiene memoria y con los años les va a pasar la cuenta-, les decía.

Reían.

Pero igual se los repetía cuando debían bajar escombros, tarea a la que se había sumado Alexis, morochito simpático, con orejitas dobladas tipo Oraldo Britos, quien fue el que le pidió una radio al abuelo que, al rato, llenó el edificio de cumbia villera.

“Bajen el volumen que me van a denunciar por mal gusto”, se quejó, cosa que de inmediato hicieron, lo cual no atenuó la alegría que les transmitía ese ritmo mecánico.

Para ilustrar las razones de tantos reclamos que les hacía en ese sentido, un día les contó una historia.

Les dijo que cuando él tenía 16 años trabajaba en el taller mecánico de una gran fábrica textil, donde se ocupaba de hacer los trabajos más pesados, como bajar y llevar varillas de hierro de camiones recargados, tarea que hacía con la idea de que así sacaba más músculos que los que lograba con las pesas de cemento, costumbre de fines de los cincuenta.

O los pesados tubos de oxigeno llevados abrazados a ellos barranca arriba, razón por la cual un día sintió un dolor que significó para siempre la rotura de la última vértebra de la columna, de lo que se enteró varios años más tarde.

Aprovechó también para contarles que iba a la fábrica en bicicleta, que entraba a las 7, salía a las 12, volvía a las 14 y salía a las 17, que llegaba a su casa, se lavaba, tomaba un café con leche, con pan y manteca mientras escuchaba una audición de tango y folklore en radio Argentina de un tal Franco y se iba caminando unas veinte cuadras hasta la escuela comercial donde cursaba cuarto año hasta pasadas las 11 de la noche.

- ¿Y saben que hacía yo en el taller?- les preguntó sin esperar respuesta. A la mañana atendía a mis compañeros. Primero prendía la fragua para poner una enorme olla para el mate cocido, luego tomaba el pedido de cada uno y lo anotaba en una libretita y después iba a lo que llamaban “La Lechera”, que era un lugar donde vendían sándwiches y otras cosas.

Como los chicos estaban atentos al relato, siguió:

- Luego, pasaba por el lugar de trabajo de cada uno, sacaba de la canasta el pedido, les daba el vuelto y les servía el mate cocido si es que no lo habían hecho ellos. A esa altura, ya eran las 9 y media. Después soldaba tachos con estaño, previo pase de ácido, y esperaba que José Pérez, el encargado que me maltrataba, me diera alguna orden, enojado como siempre por el tiempo que, decía, yo perdía.

- ¿Era malo ese tipo?- inquirió Sebastián.

- Sí, era malo conmigo pero sobre todo era bruto. Muy bruto. Creo que me discriminaba porque yo no tenía nada que ver con lo que allí se hacía pues había fresadoras, largas mesas de trabajo con morsas, seis tornos grandes, máquinas de soldar de toda especie y máquinas para afilar mechas, hacer facas, cuchillos y zapines caseros como el que un día hice y llevé escondido en la ropa para regalárselo a mi vieja.

- ¿Trabajaba con él?

- Sí y era lo que yo más temía. Traé la escalera grande, me gritaba, y yo cargaba con ella sobre los hombros, con él adelante como en un desfile con la enorme llave Stilson al hombro. Llegábamos al lugar, donde yo tenía que parar la pesada escalera sin que me diera ninguna ayuda, una escalera de más de tres metros, que debía sostener mientras él se colgaba de la Stilson en el aire para aflorar una tuerca de un caño en las alturas. Qué bestia, pensaba yo, temiendo que se cayera sobre mi cabeza con la Stilson y todo…

- ¿Y cómo era el tipo?-, preguntó Mario.

- No muy alto, morrudo, le decían el Gallego, morocho de bigotes, muy fuerte. Un día, cerca de las 5, hora de salida, yo barría el taller cuando apareció el capataz y le dijo: “Pérez, llévese a un chico y saque un motor que se rompió en el sector Hilados”. Pérez miró y le respondió. “Se fueron, sólo queda este inútil”. Hablaba de mí, que estaba cerca. Gritó: “Agarrá la masa, el punzón grande y vení”. Y empezó a caminar, mientras yo buscaba las cosas y salía corriendo tras él.

Sebastián y Mario, sentados, seguían atentos el relato.

- Llegamos al lugar –prosiguió el viejo-, y Pérez me ordenó que sostuviera el punzón contra el perno que había que sacar para la cual tenía que agacharme, cosa que hice, cuando de inmediato Pérez pegó un mazazo que me dejó temblando. Tomé con las dos manos esa especie de cortafierro puntiagudo, cuando pegó otro golpe con la misma fuerza. Como no pasaba nada y veía que el punzón medio temblaba, se enojó. “No tengas miedo, carajo” y me sacó de un saque y se agachó él. ¡Pegá vos!, me gritó.

- ¿Qué le pegara usted? 

- Sí, que le pegara yo que estaba además medio avergonzado porque entre el personal que miraba había muchas chicas que me conocían.

 - ¿Y qué hizo?

- Pegué. Pif, fue el ruido. ¡Pegá! gritó Pérez. Pif, volvió hacer el impacto sobre ese largo fierro sostenido rodilla en tierra por Pérez, como si estuviera pulseando con un fantasma. ¡Pegá, pegá!. Pif. ¡Pegá, pegá, maricón! Bramó. Le dí entonces con toda mi fuerza y sucedió lo que temía…

- ¿Qué…? – inquirieron ansiosos.

- Le erré y le hice mierda la mano-, y los pibes saltaron sacudidos por la risa, imitando la escena, sin escuchar que había sido un accidente porque esa no fue su intención.

Era lindo verlos reir, imaginando e imitando la escena.

Después el abuelo se puso a pensar que si a sus 16 años –gobierno de Arturo Frondizi- alguien le hubiera contado algo sucedido 55 años atrás el hecho hubiera acontecido... en el segundo gobierno de Julio Argentino Roca.

* Sorpresas

Las rutinas de trabajo en la casa se repetían sin novedades hasta que un día el abuelo salió de la habitación que todavía estaba en pie y en la que él trabajaba con sus papeles y computadora cuando vio que Sebastián no había venido.

Mario le dijo que llegaría pasado el mediodía porque había ido a la escuela.

- ¿A la escuela?

- A la escuela técnica, a la que va de tanto en tanto porque está en el último año.

- ¿Va cuando quiere?

 - Sí, va cuando puede. Lo dejan porque Sebastián tiene que trabajar porque es papá de una beba.

- ¿¡Papá?! ¿Y cómo fue éso?

- Y cómo va a ser, don…yo también soy padre.

- ¡Vos también!

- Yo también, pero a mí no me gusta estudiar, así que no tengo ese problema.

El hombre quedó perplejo, luego se enteró de que el hijo de Mario tenía un añito y que a Sebastián lo ayudaban sus compañeros, profesores y hasta el mismo director de la escuela de la escuela técnica, al que quiso conocer para felicitarlo por el ejemplo solidario que daba la comunidad educativa que encabezaba.

Así fue como buscó el teléfono de la escuela en la guía y habló con Daniel Fernández, el director y fue incluso a verlo aunque el día elegido coincidió con un súbito asueto por prevención sanitaria motivo por el cual cuando llegó se encontró con que el establecimiento –enrejado como un presidio en resguardo de los vándalos- estaba cerrado.

Ya a esa altura el abuelo sabía por el propio director que la mujer de Sebastián, la mamá de Valentina, había sido una compañerita del curso, un amor que dio su fruto en plena adolescencia de ambos y que asumían con plena responsabilidad.

Ir y volver en auto le llevó prácticamente toda la mañana. Sebastián y Mario lo hacían todos los días en tren y colectivo.

* La familia

Mario es el más chico de una familia de seis varones, cuatro de los cuales pasaron por la obra, respondiendo a las indicaciones del padre, uno de los socios de la empresa encargada de la reparación y pintura del departamento, al que dieron vuelta como un bolsillo.

Sebastián es el nieto de ese hombre, o sea el sobrino de los muchachos.

A Sebastián le gusta su trabajo, casi tanto como trabajar con Mario, con quien tiene una profunda amistad de chico y a cuyas indicaciones responde. Ambos, además, aman la mecánica. Mario parece saber todos los secretos del oficio y con Sebastián son infatigables a la hora de trabajar, razón de las preocupaciones del hombre mayor que los observaba.

Como enojado –jamás lo estuvo-, el abuelo un día les escribió un cartel que dejó en la mesa junto al mate y las facturas, antes de que ellos llegaran.

“Dime cómo te cuidas y te diré cómo trabajas”, decía el texto. Un vano intento de cambiar hábitos que pasan de generación a generación entre los albañiles, según aprendería después.

 -¿Están vacunados contra el tétano?-, los aguijoneó una mañana.

Lo miraron como si no entendieran. “Me descompone el olor de un hospital”, contestó uno. "Me da miedo la vacuna" dijo el otro.

- ¿Miedo? ¿Ustedes, miedo?

El abuelo olvidó que esos hombres también eran chicos.

Entre mazazos, escombros, cerámicas, cañerías incluyendo las de electricidad, amoladoras, tarros y pinceles fueron pasando los días hasta llegar la despedida.

Cerca de tres meses invertidos en una rutina en la que el viejo volvió a aquellos días en que atendía a sus compañeros en el desaparecido taller de la desaparecida fábrica Intela y luego barría para encontrar todo limpio al día siguiente.

Como solía hacer con noticias cotidianas que creía que los muchachos debían saber, el último día les contó lo que significaban los fondos buitres y la injusticia de la justicia de ese yanqui perverso de Thomas Griesa.

Al final, hubo intercambio de recuerdos: el abuelo, con objetos que podrán ser útiles; ellos, con el ejemplo brindado de vida de una Argentina distinta, extraña y ojalá mejor.

Por ellos y para ellos, por los tantos Sebastián y Mario, y por los hijos de sus hijos, que así sea. Gracias chicos por el regalo de la esperanza, pensó el viejo pero no se los dijo.